De tanto como se viene repitiendo, se está convirtiendo en un lugar común, en un tópico, que la Fiesta tiene que cambiar. Y así ocurre, sencillamente, porque a la hora de la verdad al concepto de cambio está vaciando de su propio contenido.
Según la Real Academia de la Lengua, “cambiar” significa, en su primera acepción “dejar una cosa o situación para tomar otra”. Pero también puede entenderse como “convertir o mudar algo en otra cosa, frecuentemente su contraria”; en una tercera acepción la Docta casa nos dice que es “dar o tomar algo por otra cosa que se considera del mismo o análogo valor”. Las tres no sirven en el caso de la Fiesta, sobre todo la primera. Y es que, en efecto, lo que la Fiesta necesita –y son muchas las voces que lo piden– es dejar de ser una cosa para convertirse en otra.
Si aplicamos esta definición a la realidad taurina se podría decir, siguiendo al pie de la letra lo que nos anuncia la Real de la Lengua no es otra cosa que abandonar los moldes actuales por los que se rige la Fiesta para sustituirlos por otro. Y, en efecto, lo que hoy se ve en los ruedos, tan plagados de monotonía, debe mutarse por una vuelta a los orígenes primigenios de la Fiesta, cuando el primer mandamiento radicada en el binomio “emoción-riesgo” y cuando la autenticidad de aquello que se contemplaba no pasaba por ningún tamiz que lo adulterara en sus contenidos esenciales.
Si dejamos al margen la anécdota, que ya está siendo un poquito pesada, del plante sevillano de los cinco toreros que más reclamo tienen en la actualidad, ¿que ha cambiado hasta el momento? Pues más bien poco. Sobre todo entre quienes han hecho cruzada por devolver a los toreros los márgenes de la dignidad y el respeto que merecen los artistas, los creadores. Basta leer los carteles de las ferias que vienen, que ya se han anunciado hasta para septiembre, para comprobar que no ha cambiado nada.
¿Pueden entenderse como un cambio las nuevas técnicas de promoción que están utilizando? Hay que responder que, evidentemente, sí. Pero que para promocionar un mano a mano –no nos engañemos: que está, como se dice en el lenguaje popular, más visto que el TBO–, e acuda a la semejanza de Joselito y Belmonte, hasta en la célebre fotografía de los dos toreros junto en el mismo coche descapotable de la época, es tanto como coger “el rábano por las hojas”, como explica el refrán. Cambiar el diseño de una campaña de publicidad, pues está muy bien y es necesario, ¿pero cambia eso en algo a la parte sustantiva que se encierra en el toreo? Podemos montar eso que ahora llaman “tour”, no se sabe bien si en referencia a las competiciones ciclistas o a las ofertas para turistas de esos de “todo incluido”, tiene su aquel, pero pasa de ser la parte más adjetiva de la Fiesta.
Si retomamos el atrevimiento casi frívolo de acudir al reclamo del coche de Juan y de José –que debiera tratarse con más respeto–, puede llamar la atención; incluso puede llevar a algunos a la plaza de la Malagueta. Pero sus protagonistas, o quienes idearon la fórmula, se olvidan lo que realmente era importante en aquellos colosos el toreo, se quedan en lo más superficial. Lo de menos era el coche de marras; en lo que hay que fijarse, si se acude a esa pretendida semejanza, es algo mucho más esencial: por ejemplo, Gallito y Belmonte, conscientes de sus responsabilidades, no rehusaban torear ningún encaste y así que llegaba Sevilla consideraban que debían estar en el cartel de la corrida de Miura, porque hurtar eso a la afición era casi fraude.
Si este ejemplo se extrapola a la realidad actual de la Fiesta, ahí radica el cambio que se necesita. Y ese cambio no puede ser otro que devolver a los ruedos cuanto de autenticidad encierra el toreo. No hace mucho, en estas mismas paginas, una personalidad con autoridad era bien claro: “La estandarización del toro nos está conduciendo a un espectáculo predecible”. Y otro con no menos conocimientos, no dudaba en afirmar: "En un escenario de crisis, la recuperación del interés por la Fiesta pasa por la recuperación del toro y de su casta". Por esos senderos camina el cambio que la Tauromaquia necesita en nuestros días.
Sacar a pasear el coche de José y Juan no cambia nada; lo que hay que cambiar, entre otros elementos, es que desde marzo a octubre quienes quieran montarse en ese coche no se anuncien invariablemente con ese toro estándar que se ha impuesto, que cada tarde su paseíllo no resulte ser más que el prólogo de algo absolutamente predecible de antemano.
Creer que los problemas actuales de la Fiesta radican en las campañas de publicidad y promoción, es tanto como conceder más importancia al papel de colores que al regalo que envuelve. El papel está muy bien como detalle; pero lo sustantivo es el regalo. Por eso, se equivocan los taurinos que creen que están haciendo una obra casi ingente a favor de la Fiesta con eso de aparecer en un telediario –que está muy bien y es necesario–, cuando en realidad lo que hacen no deja de ser un nuevo diseño del papel que envuelve al cambio necesario.
Estupendo resulta que se modernicen esos papeles de regalo; pero si la mercancía que envuelve sigue siendo la misma, no vale engañarse: eso no es el cambio. Diríamos que, en realidad, lo que reviven es el dilema de la celebrada película, “¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?”.
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