Comprendo que a lo mejor pueda no ser lo más oportuno, ni lo más pedagógico, que en las actuales circunstancias traslade mis propias dudas. Sin embargo, tengo para mí que en esta hora puede ser muy conveniente debatir todas esas interrogantes que nacen cuando se trata de identificar a lo taurino tan solo y nada más que como la Fiesta Nacional, de España, naturalmente.
Me urge matizar que no hablo aquí, que no es ni el sitio ni el momento, de cuestiones de índole política, entre otras cosas porque esa pretendida definición como Fiesta Nacional no ha sido cosa de regímenes políticos: tal concepto lo encontrarás tanto en las distintas etapas el siglo XIX, e incluso antes, como en ese amplio muestrario de situaciones que vivimos en España durante el XX. De hecho, quienes quieren dotar a esa expresión de un contenido que lo vincula a un régimen determinado, tal que el franquismo por ejemplo, lo único que confiesan es ignorancia histórica, ausencia de unos mínimos de cultura, que por cierto les serían exigibles. [Aunque por su contexto se ve que el torero quería expresar unos conceptos más amplios, en estos días lo ha hecho Luis Francisco Esplá con poca fortuna de expresión.]
Dejemos también urgentemente al margen a quienes acuden a esta expresión con valores o intereses no mucho más que anecdóticos, que con independencia del ruido que se forme, no son criterios sólidos. Acudir a la definición de la Fiesta Nacional bajo el prisma de lo folclórico, por ejemplo, siempre me ha parecido empobrecedor en extremo, taurinamente hablando.
Por eso, a lo que en realidad conviene referirse es a si la fiesta de toros cabe identificarla básica y solamente como algo privativo de la España festiva, que se prolonga en el tiempo bajo un carácter popular. Si se buscan más matices, había que añadir que nuestro objetivo se dirige a intentar que distinguir si la fiesta de toros forma parte de la cultura popular o, más propiamente, debemos enmarcarla en la Cultura a secas y, a ser posible, con mayúsculas.
Antes de seguir adelante, tomemos nota de la aportación documentada que nos hace un amable lector, que es de especial interés. En efecto, llama la atención José Aledón acerca de una acepción de ´”fiesta nacional´” prácticamente pasada por alto por todos: desde la instauración de la monarquía constitucional en la persona de Isabel II, todo pertenece a la Nación, incluso la Corona, justo lo opuesto a lo que sucedía en el Antiguo Régimen; en ese contexto, el toreo pasó pues de ser un privilegio real o aristocrático a ”función nacional”, esto es, propiedad de la Nación. Como puede observarse, esta otra acepción matiza sustantiva y acertadamente la acepción más frecuente que se da a Fiesta Nacional.
Pero sentado lo anterior, pocas interrogantes caben a la hora de certificar el origen hispano de la Fiesta. Los documentos son incontrovertibles a este respecto. Pero si queremos referirnos al dato de la comprobación directa, basta recorrer los pueblos de España para darnos cuenta que algo de Fiesta Nacional se reconoce en cuanto rodea al toro bravo, en la medida que resulta ser el modo y la manera más común de festejar a la patrona, por ejemplo. No hay pueblo, diría que ni aldea, que por sus fiestas propias deje de celebrar algún tipo de juego o de espectáculo con el toro bravo como protagonista. Una explicación razonable de esta realidad pasa, a mí particular entender, por considerar que de cuanto se produce festivamente con el toro bravo como protagonista, podemos, incluso: debemos, predicar su entronque con la cultura popular.
Bajo esta concepción, España es riquísima en tradiciones, desde las sencillas capeas o los encierros populares, hasta espectáculos más o menos formalizados, como el toro ensogado, el toro de la vega, el toro de fuego o los ahora tan comentados correbous. No cabe duda que nos encontramos ante un fenómeno social interesantísimo, del que además se disfruta una enormidad por esos pueblos de nuestra geografía.
La amplia diversidad de estas realidades me ha llevado a intuir que la esencia de ese concepto de Fiesta Nacional radica más propiamente en el toro bravo y cuanto en torno a él se constituye en festivo. Sin embargo, cuando la fiesta de toros la contemplamos como un algo reglado, que toma forma en un ruedo, parece más ajustado considerarla siempre en otro contexto diferente, en la medida que constituye un hecho cualitativamente distinto, tanto en el orden cultural como en el artístico.
Por entendernos, si no se considera como una osadía, cabe pensar que en la medida que el centro de aquello que vivimos en un ruedo es el toro, participa genéricamente de esa conceptuación de fiesta española; pero en la misma medida, cuando nos referimos a los elementos esenciales del toreo y de la lidia como tales, estamos situándonos en un plano distinto.
No es cuestión de dilucidar si tal plano es mayor o menor que ese otro de la cultura popular, a la que conviene tener siempre un respeto; lo que digo es que es distinto. Y pienso así por un principio de pura coherencia. No cabe aportar certezas, pero aun considerando que toda manifestación popular tiene un cierto basamento cultural, algunos –no sé cuantos– entendemos que todo aquello que se encierra en la lidia hay que fundamentarlo mejor en la esfera de la creación de Arte, que es cosa diferente.
Pero si nada hubiera escrito sobre el tema, que lo hay, si se quiere sostener esta tesis, el fenómeno de la expansión internacional de la Fiesta de toros puede servir como una de las razones para ello. Como se sabe, esa proyección exterior se ha fundamentado, principalmente, en aquellas naciones que tienen en sus comienzos constitutivos a España. La implantación y el altísimo grado de popularidad que adquiere en un gran número de los países americanos, enlaza directamente con la era de los conquistadores. Pero, además, se comprueba que hoy ver una corrida de toros en México o en Lima es como verla, más o menos, en Madrid o Sevilla. Sin embargo, no deja de resultar llamativo que habiendo nacido en nuestra Patria, la Fiesta se haga luego mexicana en México, peruana en Perú, colombiana en Colombia… Es decir: toma la nacionalidad del país en el que se desarrolla y enraíza.
Permítase un paréntesis. Aún estando convencido de lo que acabo de escribir, me asalta una duda: cuál será la causa profunda por la que todo eso ocurre en México o Perú, pero sin embargo nunca se ha planteado, por ejemplo, en Chile, Argentina o Uruguay, a los que en la misma medida los civilizadores llevaron las tradiciones y la cultura de España, incluso en aquella segunda gran oleada de los pasados años 30, nacida de la desventura civil entre españoles.
Sigamos adelante, porque aunque sea en planos diferentes, no deja de contener algún grado de sorpresa la raigambre del toreo en Portugal y, sobre todo, en Francia. Lo de los vecinos portugueses resulta más comprensible, tanto por la historia como por las propias singularidades de nuestra cercanía. Pero tan sólo ese argumento de la proximidad transfronteriza no debiera servir, al menos: no sirve del todo, para entender en su completa amplitud las raíces tan profundas que la Fiesta ha echado en algunas zonas de Francia –dejemos anotado que, curiosamente, ocurre en aquellas que lindan con el País Vasco y Cataluña–, en las que hoy constituye no sólo una tradición socialmente aceptada, sino que incluso se trata de aficiones que representan un foco de estabilidad para la propia ortodoxia taurina en muchos campos, en los que debemos reconocer que hasta nos dan lecciones.
Como bien puede advertirse, en ninguno de estos casos la cultura española, salvo en contadas etapas de la Historia, ha tenido una influencia decisoria, ni incluso una relevancia social que alcanzara niveles de alguna trascendencia. En el caso de Francia, además, mal se puede hablar de cualquier género de mestizaje cultural, salvo que nos ciñamos a la invasión napoleónica. Pues, pese a todo, la Fiesta de los toros asentó sus reales de forma muy importante.
Si se ha seguido hasta aquí lo que trato de explicar, podríamos coincidir en que el criterio de la expansión geográfica, a partir de ese punto originario de España, puede darnos razón de las vías por las que exportamos a buen número de países la pasión por los toros; pero sirve menos para fundamentar ese carácter tan definitivo que adquiere luego, con perfiles propios, en una mayoría de ellos, aunque no en todos. Más diría: observemos como en estas naciones se implanta la corrida de toros, pero observemos también como todas esas otras manifestaciones más propiamente populares en torno a la bravura de un animal, o no existen, o tienen unos contenidos propios y diferenciados de los nuestros.
Estas realidades me hacen considerar que, a un lado y otro del Atlántico, todos tenemos en común, sobre bases más que suficientemente compartidas, lo que podríamos denominar la cultura de la lidia; en cambio, diferimos en esa otra cultura del toro bravo, a la que antes me refería.
Si ese razonamiento fuera cierto, me llevaría a alcanzar una cierta explicación de por qué con los toros –insisto: como un acto normalizado según reglas establecidas, como nos regaló la Ilustración– no ocurre lo que a los ingleses les pasó con su invento del fútbol, que aunque nació entre ellos, hoy es deporte que tiene como patria a todo el universo, despojado ya de la práctica totalidad de las influencias inglesas. No ha ocurrido algo así con la Fiesta, porque aunque se renacionalice en un alto grado en cada uno de esos países, mantiene intactos aquellos elementos más significativos de su origen y, sobre todo, de su razón de ser.
Pues bien, para aproximarnos a todo esto, que por lo menos a efectos de contarlo vengo identificando como la cultura de la lidia, parece que la razón lleva a considerar que algo importante y propio debe adjudicarse en este empeño a los valores intrínsecos y exclusivos de la lidia. Por eso, si se producen fenómenos de estas tipologías, entiendo como bastante razonable pensar que esa trascendencia fuera de nuestras fronteras de lo que propiamente englobamos en la lidia y el toreo, no debe tomar su punto de partida de la concepción como Fiesta Nacional, en lo que la misma representa en orden a la cultura popular; si no que nace de otras razones, que son las que se corresponderían con una estricta consideración de Arte para el hecho taurino.
No resulta fácil evadirse de ese concepto de Fiesta Nacional. Es más: nada de malo hay en que así ocurra. Pero como bien se puede comprender, mi objeción, si es tal, se centra en que el concepto se me queda pequeño cuando compruebo cómo, desde unos orígenes innegables y profundamente populares, con el paso de los siglos la lidia y el toreo adquieren el equipaje necesario para entrar por la puerta más académicas de las Artes, como le corresponde a todo aquello que debe regirse por las normas de la creación, algo que los intelectuales de la Ilustración, como tengo dicho, ya acertaron a ver. Pero obsérvese, además, que este movimiento no es privativo de España: ocurre en todas las naciones donde ha florecido la Fiesta.
En definitiva, en estas divagaciones en un otoño que se nos comienza a hacer hace taurinamente tan largo, deseosos de que otra vez florezca la primavera, la lectura que más me interesa de este fenómeno toma su fundamento de reconocer que España tuvo el privilegio de elevar a la categoría de lo creativo aquello que nació siendo una manifestación del sentir popular alrededor de los toros. Luego tomó vida propia y se extendió por otras muchas sociedades, cuando se daba una determinada comunión de circunstancias.
Todo eso, entiendo, es bastante más que un mero considerar a los toros como nuestra Fiesta Nacional, aunque también lo sea bajo otros aspectos; pero lo que se dice la lidia y el toreo, eso para mí antes que otra cosa es una manifestación del Arte, sin otros apellidos y sin otras fronteras.
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