No me extraña cuánto llama la atención cuando se lee, en aquella entrevista de un viejo maestro, sus palabras acerca del sentido final de todo el conjunto de la lidia: preparar al toro para la muerte. Dicho, además, en los términos tan taxativos que usaba, necesariamente debe parecer como un aldabonazo, en especial si uno tiene en cuenta todo ese variopinto y hasta multicolor proceso de suertes y de lances que se suceden en un ruedo desde que sale el toro hasta su arrastre.
Sin embargo, es radicalmente así. No cabe imaginar si no cómo y de qué manera podría estoquearse guapamente a un toro recién salido de chiqueros. Cualquier aficionado, por poco documentado que estuviere, respondería que eso resultaría un empeño casi imposible, bajo los parámetros en los que hoy conocemos la lidia. Lo que ocurre, según entiendo, es que nada es óbice, sino todo lo contrario, para que ese conjunto de circunstancias que preparan al toro para su muerte se realicen además de una manera profundamente estética, esto es: con arte. Y es que la eficacia, ya se sabe, puede ser nada más que eficacia, casi tecnocracia, o puede ser simultáneamente creativa. El toreo se ajusta, debiera ajustarse al menos en su fiel ortodoxia, a esta segunda variante.
Conviene advertir desde ahora, por si se para uno en páginas de literatura antigua, que cuando se escribe que tal o cual torero dejó un soberbio volapié con tan sólo 3 pases de muleta, no cabe concluir de ahí que en aquellos tiempos no regía este principio general del toreo. Las formas de la expresión estética eran diferentes, desde luego. Pero también lo eran en otras manifestaciones artísticas. Sin embargo, la lidia se mantenía fija en su horizonte de preparar el momento de la muerte. Eso de si entonces eran 3 o como son ahora 33 los muletazos necesarios, más tiene que ver con las condiciones del toro y su propia evolución.
Pues bien, sin abandonar esos términos que venimos usando, la eficacia podríamos decir que se refiere a aquellos aspectos que guardan relación con la preparación, con ese ahormar y dominar al toro, en toda la extensión taurina que encierran tales términos. Hay quien opina, y no cuesta nada respetarles, que esa es justamente la esencia misma del toreo; en cambio, no hace falta darles tanto la razón si a partir de ahí construyen el manido discurso del torero artista y del torero lidiador, ni mucho menos si divagan con esa vieja frase, sacada de contexto, de que de Despeñaperros para abajo se torea y desde Despeñaperros para arriba se trabaja. Como casi todas las frases ocurrentes, deforman la verdad, son como su remedo.
Tengo para mí, y así lo confieso, que torero, artista y lidiador o forman un todo, o no son nada. Luego ocurrirá que en unos casos se marcarán más unos perfiles que otros, pero si esta unidad interna, esa armonía, desaparece, o si se rompe, y esa trilogía no viene a coincidir en un vértice sólo, hemos arramplado con la verdad taurina por antonomasia, la que sustenta la razón del toreo, ahora y antes.
De todo ello se encuentran ejemplos muy notorios, sin abandonar la historia más reciente. Si se repasa la nómina de los toreros que han tenido o que tienen vitola con ese dichoso, diría que malhadado, tarro de las esencias, que hasta el nombre es feo, se verá qué pocos han pasado apuros con toros de esos que llaman de su contraestilo: les han dado la lidia necesaria y a esperar a su segundo. Pero, igualmente, a toreros que parecían ajenos a la veta más casi lírica del arte, les hemos visto construir quedamente monumentos artísticos inconmensurables, que a lo mejor ni ellos mismos han sido capaces de repetir otra tarde. Póngase los nombres que se antojen, que a buen seguro se acierta.
Para que eso ocurra, junto al algo mágico y misterioso que se encierra en la Fiesta, se ha tenido que dar la conjunción al unísono de los tres factores que digo. Si falta el componente artístico, aquello de los ruedos no pasará de ser una lucha, bastante desigual por regla general; si falta el sentido de la lidia, no pasará de una representación, casi un ballet, que como tal queda muy ajeno al contexto épico en el que se desarrolla. Sólo en la unión, diría que íntima, de todo ellos, se conforma el toreo en su plena extensión. Tal es la armonía que trato de explicar al hablar de lidia.
Llegados a este punto, no está de más recordar lo que es más que una anécdota. Ocurrió len Valencia, cuando unos amigos acompañaron a los toros a dos profesores universitarios alemanes. Lo sucedido pienso que puede resultar clarificador de lo que trato de explicar. Digo yo que sería para que no se rompiera ese cliché que casi todos tenemos sobre los alemanes-tipo, pero lo cierto es que pidieron alguna documentación preliminar, antes de ir a la plaza. Se les dio a leer las páginas del Cossío que se refieren a las cuestiones generales acerca del desarrollo de una corrida. Luego, mientras discurría la tarde, triunfal por cierto, descubrieron con asombro que habían entendido lo suficiente sobre cosas tan básicas como la razón de ser de la suerte de varas y, sobre todo, se maravillaron del sentido globalizador que sus invitados daban al conjunto, desde principio a fin, de cada lidia.
A lo mejor se magnifica la anécdota, pero siempre la he tenido como una especie de prueba del 9 de la lógica interna, de la trabazón unitaria que caracteriza a ese genérico que llamamos toreo y que va unido indisolublemente a ese otro de lidia. Alguien tan ajeno a lo taurino, como eran estos profesores alemanes, se asomaron con curiosidad intelectual y reflexionaron, para luego llegar a lo esencial. Con todos los matices moderadores que se quieran, se acercaron por vía intelectual a eso mismo que nosotros aprendimos en la tradición oral de las generaciones.
Quiere decir, por tanto, que el fenómeno de los ruedos no es ciertamente irracional, ni en cuanto significa responder a un movimiento estrictamente emocional, ni en lo que se refiere a cuestiones de pura intuición. No oculto que, bajo esta perspectiva, he entendido mejor las consideraciones taurinas que en su día hizo Ortega (Gasset, no el de Borox).
Tengo para mí que cuando un fenómeno puede aprehenderse a través de razonamientos lógicos, debiéramos tomarlo como una llamada de atención, como un clarinazo para despertar intelectualmente a la hora de buscar las razones profundas de la lidia.
Con todo lo anterior, no se olvida que en la Historia la Fiesta nace, y así debe ser, como lo que su nombre nos señala: como un festejo, además popular. Pero tampoco debemos marginar que, sin perder esos brochazos de fiesta del pueblo, revive diariamente un episodio que tiene reglas propias, que responden justamente a su razón de ser. Eso es la lidia. Por eso, no cabe extrañarse que cuando en ocasiones sale una voz desde el tendido 7 proclamando, por ejemplo, que “esto parece un herradero”, no suele faltarle la razón, porque en esos momentos casi siempre lo que se está vulnerando, precisamente, es este sentido lógico, esa armonía interna que debe caracterizar a la lidia.
A partir de ahí, cabe iniciar un particular recorrido por todas las suertes, para conocer sus antecedentes de uno en uno. Por las bibliotecas se encuentran libros muy doctos para acompañar en ese recorrido. Si se quiere ir a las fuentes primeras, un buen camino se encuentra en el tratado del “Arte de torear a pie y a caballo”, firmado a mediados del siglo XIX por Francisco Montes “Paquiro”, que pasó por ser uno de los alumnos predilectos del histórico Pedro Romero en la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla, que es el antecedente de la Escuela del Batán y tantas otras como han surgido, sólo que entonces los alumnos cobraban, por concesión de Su Majestad, una pensión de seis reales por aprender los misterios del toreo.
Si junto a la lectura, que siempre es provechosa, se dedica un poco de tiempo a observar, servirá luego para recrear las cosas que se han visto en el ruedo, cuándo aquel lance salió bien o salió mal, cuándo un toro resulta que cambió sus comportamientos después de haber sido picado como mandan los cánones… Cualquiera de los episodios de la lidia sirven de motivo, porque es seguro que de la observación, y más si es fruto de la continuidad y se tiene la oportunidad de contrastarla con quienes han acreditado saber de esto, se obtiene mucha luz para entender, o al menos aproximarse, a la verdad taurina.
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