MADRID. Corrida goyesca en la fiesta de la Comunidad. Media entrada. Toros de José Miguel Arroyo, con los dos hierros de la casa –2º y 3º con el de “La Reina”; el resto con el de “El Tajo”–, de muy desigual presentación, con una dosis de nobleza, pero de escaso fondo; el mejor, el que hizo 3º, los más deslucidos 5º y 6º. Miguel Abellán (de blanco con pasamanería azabache), silencio y palmas tras aviso. Iván Vicente (de blanco con pasamanería azabache), ovación y silencio. Juan del Álamo (de diversas tonalidades grises y pasamanería blanca y plata), una oreja tras un aviso y palmas.
cuenta la copla que allá por 1812, con la invasión napoleónica que hizo necesario el levantamiento del 2 de mayo, “con las bombas que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones”. Dos siglos después, los seis toros que trajo José Miguel Arroyo para su presentación en Madrid ni eran fanfarrones, ni tenían intención mayor de tirar cornadas; iban y venían, unos más sueltos que otros, con su punto de nobleza, pero sin ese fondo de casta y acometividad que resultan indispensables para que en el ruedo aparezca la emoción. Y en esas condiciones no hay torero que haga tirabuzones, ni nada con suficiente fundamento.
Ejemplo evidente resultó el escurrido animal que abrió plaza, dulce como una rosquilla, pero sin empuje, ni clase. A los cuatro lidiados por delante les faltó remate, que en algunos casos –como el 2º– tapaban con la cara; más hechos los dos últimos, ambos coincidieron también en su nula calidad: con la cara por las nubes y sin fijeza, buscando siempre los espacios libres. En el lote, hubo cuatro cinqueños: 1º, 4º, 5º y 6º; pero como quedó claro, la edad no necesariamente camina al mismo ritmo, por ejemplo, que el trapío.
A lo mejor en otro momento, Miguel Abellán habría podido aprovechar en mayor medida la bondad que llevaba dentro el que abrió plaza. Es cierto que semejante nobleza iba entreverada de no poca sosería. Pero el madrileño no terminó de encontrarle el sitio, ni el pulso. Más firme se le vio con el 4º, uno de los cinqueños sin rematar y de recorrido escaso, ante el que sacó una versión más auténtica de su personalidad. Se podría añadir que su enemigo pedía series más cortas de muletazos, dándole un cierto tiempo; pero, al final, todo eso no dejan de ser puros matices.
Iván Vicente, de tan buen recuerdo por el verano pasado, se sitió abocado a dejar pasar la tarde: a sus manos fueron los dos más deslucidos. El que hacía 2º, pronto se puso andarín; el 5º, el mejor presentado, sólo quería irse a respirar a los espacios sin gentes. Dejó, eso sí, detalles de su buen corte torero, tanto con el capote como con la muleta. Pero el torero, con toda razón, se dirá a sí mismo que eso no es a lo que venía a Las Ventas. Mantiene su crédito, pero no hubo opción a ponerlo negro sobre blanco.
Tuvo la suerte de cara Juan del Álamo –daba mucho el cante su vestido goyesco de diseño– con el excelente 3º, ante el que volvimos a ver al salmantino de otras tardes: temple y estética en el manejo de los engaños, buscando siempre la reunión, buen gusto en los remates… Pero parece como si se le negara en Madrid el triunfo redondo: el que cerraba plaza rayaba en lo imposible, carecía de todo lo que le sobraba al buen 3º. Hoy, con una faena muy estimable al primero de su lote, obtuvo la sexta oreja madrileña consecutiva de su carrera, pero parece que eso no es suficiente para que se le reconozco más allá de cómo un torero interesante. Y sin embargo, es bastante más que eso.
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