El sorteo se impone, ha dicho, en lacónicas aunque expresivas palabras, el entendido aficionado y muy querido amigo mío D. Federico Mínguez, al observar la rara casualidad que con demasiada frecuencia se repite, de que a determinados matadores de toros les corresponda estoquear las reses más pequeñas y manejables, con daño evidente de sus compañeros.
El sorteo se impone, es verdad, como se impone el servicio militar y la enseñanza obligatorios; pero no puede ni debe tomarse ni adoptarse de pronto, porque lastima intereses creados, e introduce confusión entre los deberes do los encargados de la lidia y los derechos innegables de los ganaderos, que han tenido siempre la facultad justísima de señalar el orden en que han de presentarse en Plaza los toros de sus vacadas. Así debe ser, puesto que nadie como ellos sabe los antecedentes que, tanto por su origen como por el resultado de las tienta, tiene cada una de las reses; y no es cosa de tan poca monta como a algunos les parece, correr indistintamente cualquier toro, en cualquier lugar, sin atender a las notas de observación que se llevan en cada ganadería.
Nunca sobre este particular ha habido duda; nunca equivocaron los matadores de vergüenza, la lidia de los toros grandes cornales, ni de facultades, hasta que, hace una docena de años, empezaron a rechazar los espadas que menos razón tenían para ello, los toros de aquellas condiciones: y no eran los toreros de inferior categoría los que ponían aquel veto al ganado, sino los más altos, los que por tener ya fama y renombre exigían para contratarse, que el ganado había de pertenecer a determinada vacada, y hasta que fuese escaso de cuerna y aun de corpulencia, con cuya conducta conseguían casi anular a los de segunda fila, poniéndose ellos en la cúspide de la inteligencia.
He dicho que el derecho de los dueños de vacadas a señalar el puesto que cada uno de sus toros ha de ocupar cuando sean lidiados, es innegable; y así lo considero, teniendo en cuenta la práctica constante de más de un siglo, que forma ley aunque no escrita, y la seguridad que abrigo de que de ese modo, escogíendo ellos el orden de presentación en el ruedo, la fiesta ha de resultar más regularizada, más armónica, si se me permite decirlo así, porque harán alternar lo bueno con lo mediano, si no en hechos, que esos hasta después son ignorados, en la buena lámina cuando menos.
Conste, pues, mi opinión, de que el dueño de los toros es el que debe señalar el orden o lugar en que deben ser lidiados.
Pero atiéndase bien a lo que he dicho: el dueño, nadie más que el dueño, o persona completamente autorizada; que hay otras fases en el asunto, y es necesario acordarse de ellas.
Suelen comprar las Empresas, y especialmente la de Madrid, a un mismo ganadero, tres, seis ó más corridas (así se dice entre aficionados), para darlas en una ó dos temporadas; y como el ganado viene en junto, entresaca de él, la Empresa, las reses que considera más a propósito para cada tarde, y claro es, como el ganadero desde que hizo la venta no sabe en qué día ni cuáles han de correrse, el empresario, abrogándose facultades que no tiene, designa los puestos a su antojo. Lejos de mí la sospecha de que ninguna Empresa quiera favorecer a un torero con perjuicio de otro; pero no podrá negárseme con fundamento, de que es más fácil el amaño de un hombre que con diez, ó doce, ó veinte, si tantos son los ganaderos que suministran reses. Dos ó tres dueños de vacadas podrán ser amigos de un espada, lo mismo que un empresario; pero todos no, que también podrán tener por otros sus afecciones.
En ese caso único, en el de que no comparezca por sí o representado el ganadero, al apartado que se verifica el día de la corrida, opta por el sorteo, a pesar de sus inconvenientes; pero haciéndose saber al público cómo y por qué se ha verificado, para evitar malas interpretaciones como de las que ahora nos quejamos los aficionados a una fiesta que fue patrimonio de los valientes. No quiero que el empresario, ni los veterinarios, ni el inspector, ni el alcalde, señalen el orden de salida de los toros, ni ellos deben quererlo si huyen de responsabilidades que, siquiera moralmente, podrían achacárseles por ignorancia o impericia, ya que no por mala fe.
Sí esta cuestión se hubiese suscitado hace cuarenta años, se les hubiera enrojecido el rostro de vergüenza a los que entonces toreaban; puede que a alguno de los que ganan hoy tantos miles do pesetas le suceda. lo mismo; pero hay alguien que dudándolo exclama: ¡¡A qué estado hemos llegado!!
© “La Lidia”, 15 de abril de 1894
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