Luego de la conquista, ha dicho Fernando Benítez: “Tenochtitlán no murió de muerte natural sino violentamente, por la espada, único final digno de una ciudad guerrera”,[1] por lo que para 1524 se encontraban establecidos algunos factores con objeto de llevar a cabo el proceso de la agricultura y el de la crianza de ganados, mayores y menores. Así se cuenta con bestias de carga y de leche (bestias de carga y arrastre: caballo, mula y buey; de carne y de leche: vacas, cerdos, ovejas y cabras. Por otro lado de gallinas y pavos de castilla sin contar otras especies de menor importancia), cosas tan provechosas como necesarias a la vida.
Si bien los españoles debían alimentarse -entre otros- con carnes y sus derivados, en un principio solo pudieron contar con la de puerco traída desde las Antillas. Para 1523 fue prohibida bajo pena de muerte la venta de ganado a la Nueva España, de tal forma que el Rey intervino dos años después intercediendo a favor de ese inminente crecimiento comercial, permitiendo que pronto llegaran de la Habana o de Santo Domingo ganados que dieron pie a un crecimiento y a un auge sin precedentes.
En 1526 Hernán Cortés, como ya se sabe, revela un quehacer que lo coloca como uno de los primeros ganaderos de la Nueva España, actividad que se desarrolló en el valle de Toluca. En una carta del 16 de septiembre de aquel año Hernán se dirigió a su padre Martín Cortés haciendo mención de sus posesiones en Nueva España y muy en especial “Matlazingo, donde tengo mis ganados de vacas, ovejas y cerdos…”
Lo anterior, permite advertir que por 1521, Gregorio de Villalobos, otro de los integrantes de aquel grupo de conquistadores, realizaba actividades de introducción de ganados mayores por los rumbos del actual estado de Tabasco. La movilización de aquellas primeras puntas de vacas o toros pudieron ser el detonante de una pretendida reproducción que bien pudo solventar las necesidades de consumo entre los españoles mismos, con el consiguiente control que habría en su manutención y matanza respectivas. Lo anterior, debido expresamente a la limitación que por esos primeros años representaba el hecho de que el ganado se dispersara o no se contase con el control que luego, los hacendados aplicarían sujetos a la legislación del caso.
Con respecto a aquella integración, se encuentra el planteamiento en el que el demógrafo norteamericano Woodrow W. Borah calificó al periodo comprendido entre 1540 y 1650 aproximadamente como como “el siglo de la depresión”,[2] aunque conviene matizar dicha afirmación, cuando Enrique Florescano y Margarita Menegus afirman que
Las nuevas investigaciones nos llevan a recordar la tesis de Woodrow Borah, quien calificó al siglo XVII como el de la gran depresión, aun cuando ahora advertimos que ese siglo se acorta considerablemente. Por otra parte, también se acepta hoy que tal depresión económica se resintió con mayor fuerza en la metrópoli, mientras que en la Nueva España se consolidó la economía interna. La hacienda rural surgió entonces y se afirmó en diversas partes del territorio. Lo mismo ocurrió con otros sectores de la economía abocados a satisfacer la demanda de insumos para la minería y el abastecimiento de las ciudades y villas. Esto quiere decir que el desarrollo de la economía interna en el siglo XVII sirvió de antesala al crecimiento del XVIII.[3]
El estudio de Borah publicado por primera vez en México en 1975, ha perdido vigencia, entre otras cosas, por la necesidad de dar una mejor visión de aquella “integración”, como lo apuntan Andrés Lira y Luis Muro, de la siguiente manera:
“Hacia 1576 se inició la gran epidemia, que se propagó con fuerza hasta 1579, y quizá hasta 1581. Se dice que produjo una mortandad de más de dos millones de indios. La fuerza de trabajo para minas y empresas de españoles escaseó entonces, y las autoridades se vieron obligadas a tomar medidas para racionar la mano de obra y evitar el abuso brutal de los indígenas sobrevivientes.
Por otra parte, la población mestiza había aumentado a tal grado que iba imponiendo un trato político y social que no se había previsto. Mestizos, mulatos, negros libres y esclavos huidos, al lado de criollos y españoles sin lugar fijo en la sociedad concebida como una organización de pueblos de indios y ciudades y lugares de españoles, alteraron el orden ideado por las autoridades españolas, en cuyo pensamiento sólo cabía una sociedad compuesta por “dos repúblicas, la de indios y la de españoles”.[4]
En 1551 el virrey don Luis de Velasco ordenó se dieran festejos taurinos. Nos cuenta Juan Suárez de Peralta que don Luis de Velasco, el segundo virrey de la Nueva España entre otras cosas se aficionó a la caza de volatería. Pero también, don Luis era “muy lindo hombre de a caballo”, jugaba a las cañas, con que honraba la ciudad, que yo conocí caballeros andar, cuando sabían que el virrey había de jugar las cañas, echando mil terceros para que los metiesen en el regocijo; y el que entraba, le parecía tener un hábito en los pechos según quedaba honrado (…) Hacían de estas fiestas [concretamente en el bosque de Chapultepec] de ochenta de a caballo, ya digo, de lo mejor de la tierra, diez en cada cuadrilla. Jaeces y bozales de plata no hay en el mundo como allí hay otro día.[5]
Estos entretenimientos caballerescos de la primera etapa del toreo en México, representan una viva expresión que pronto se aclimató entre los naturales de estas tierras e incluso, ellos mismos fueron dándole un sentido más americano al quehacer taurino que iba permeando en el gusto que no sólo fue privativo de los señores. También los mestizos, pero sobre todo los indígenas lo hicieron suyo como parte de un proceso de actividades campiranas a las que quedaron inscritos.
El torneo y la fiesta caballeresca primero se los apropiaron conquistadores y después señores de rancio abolengo. Personajes de otra escala social, españoles nacidos en América, mestizos, criollos o indios, estaban limitados a participar en la fiesta taurina novohispana; pero ellos también deseaban intervenir. Esas primeras manifestaciones estuvieron abanderadas por la rebeldía. Dicha experiencia tomará forma durante buena parte del siglo XVI, pero alcanzará su dimensión profesional durante el XVIII.
El padre Motolinía señala que “ya muchos indios usaran caballos y sugiere al rey que no se les diese licencia para tener animales de silla sino a los principales señores, porque si se hacen los indios a los caballos, muchos se van haciendo jinetes, y querranse igualar por tiempo a los españoles”.
Lo anterior no fue impedimento para que naturales y criollos saciaran su curiosidad. Así enfrentaron la hostilidad básicamente en las ciudades, pero en el campo aprendieron a esquivar por parte del ganado vacuno embestidas de todo tipo, obteniendo con tal experiencia, la posibilidad de una preparación que se depuró al cabo de los años. Esto debe haber ocurrido gracias a que comenzó a darse un inusual crecimiento del ganado vacuno en gran parte de nuestro territorio, el cual necesitaba del control no sólo del propietario, sino de sus empleados, entre los cuales había gente de a pie y de a caballo. Muchos de ellos eran indígenas.
Es entonces el valle de Toluca uno de los primeros sitios donde se aprovechan las excelentes condiciones de tierras para la siembra y mejor espacio para pastoreo de ganado mayor y menor. Cortés decide instalarse de forma provisional en Coyoacán mientras la ciudad de México-Tenochtitlán es modificada sustancialmente a un nuevo entorno, bajo concepciones renacentistas. Al poco tiempo, Cortés decide salir hacia el valle de Toluca en compañía del señor de Jalatlaco Quitziltzil, su aliado; y ello ocurre aproximadamente entre 1523 y 1524, antes de su viaje infructuoso a las Hibueras (1524-1526). En esa ocasión, Cortés introdujo desde muy temprana fecha ganado porcino (entre 1521 y 1522) y poco más tarde, hacia 1525 y 1528, en compañía de Juan Gutiérrez Altamirano establecieron ganado mayor, tan luego pudo levantarse la prohibición del tránsito de animales de las Antillas, apoyados por cédula real.[6] Es en 1528[7] cuando se hace notoria la presencia de ganado vacuno en la región del valle de Toluca, por lo que para 1531, “el tributo que los indios de la localidad de Toluca y de sujeto Atenco daban al marqués del Valle de Oaxaca ya incluía el mantenimiento de sus “hatos de vacas”.[8]
Es importante destacar la apreciación que en su momento dejó marcada el padre jesuita José de Acosta, en el sentido de las diferencias encontradas en los tipos de ganados que se establecieron en la Nueva España:
De tres maneras hallo animales en Indias: unos que han sido llevados por españoles; otros que aunque no han sido llevados por españoles, los hay en Indias de la misma especie que en Europa; otros que son animales propios de Indias y se hallan en España.[9]
El ganado caballar se reprodujo tanto, que dio origen a grandes manadas de caballos salvajes, que se tornaron por naturaleza, cerreros, montaraces y mostrencos. Lo mismo ocurrió con los toros salvajes que los hubo en grandes cantidades en diversas regiones de la Nueva España. Por otro lado, es un hecho que:
Los primeros toros (no bravos entonces), llegaron a México en 1521 en un lote de becerros transportados a Veracruz, desde Santo Domingo. Cuatro años más tarde llegaron otras remesas de ganado de diversas especies y en 1540 la introducción se hizo en gran escala y así fueron poblados de ganado Texas, Arizona y Nuevo México, por el norte de la Nueva España, donde ya había ganado desde hacía 20 años.
Los primeros toros bravos [si es que así se les puede calificar] llegaron a México entre 1540 y 1544, fray Marcos de Niza y fray Junípero Serra llevaron más tarde al noroeste de México la especie llamada cornilarga, formada por ejemplares fuertes, fieros y semisalvajes. Las reses bravas se establecieron primero en la región que es hoy de San Nicolás Parangueo (Guanajuato y Michoacán).[10]
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[1] Fernando Benítez: La ruta de Cortés. México, Cultura-SEP, 1983. 308 p. Ils. (Lecturas mexicanas, 7), p. 288.
[2] Woodrow, W. Borah: El siglo de la depresión en la Nueva España. México, ERA, 1982. 100 p. (Problemas de México).
[3] Enrique Florescano y Margarita Menegus: “La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico (1750-1808)” (p. 363-430). En HISTORIA general de MÉXICO. Versión 2000. México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2000. 1104 p. Ils., maps., p. 365-6.
[4] Andrés Lira y Luis Muro: “El siglo de la integración” (p. 307-362). En HISTORIA general de MÉXICO. Versión 2000. México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2000. 1104 p. Ils., maps., p. 311. Además, véanse las páginas 316 y 317 del mismo texto que abordan el tema de “La población”.
[5] Juan Suárez de Peralta: Tratado del descubrimiento de las Indias (Noticias históricas de Nueva España). Compuesto en 1589 por don (…) vecino y natural de México. Nota preliminar de Federico Gómez de Orozco. México, Secretaría de Educación Pública, 1949. 246 p., facs. (Testimonios mexicanos. Historiadores, 3), p. 100.
[6] Cedulario de la Nobilísima Ciudad que puso en orden el licenciado José Barrio Lorenzot, abogado de la real audiencia y contador de propios y rentas de México, 1768. Real Cédula del 24 de noviembre de 1525.
[7] Justo el 19 de noviembre de 1528 el territorio conocido como Atenco, o la Purísima Concepción de Atenco, alcanza designación de encomienda.
[8] Albores: Tules y sirenas…, op. cit., p. 154.
[9] Diego López Rosado: Historia y pensamiento económico de México. Agricultura y ganadería. Propiedad de la tierra. México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 1968. (Textos Universitarios)., p. 49-52.
[10] Op. Cit.
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección:
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