Querido director y amigo:
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Hay en España un palpitante asunto que merece la pena analizar psicológicamente. Al mismo tiempo que se fomenta el turismo con el más decidido entusiasmo, se trata de esconder las corridas de toros. El propósito no es de fácil realización. Aparte de su raigambre nacional, tiene el decidido apoyo de muchos extranjeros. Las más bellas creaciones literarias que se hicieron de España pertenecen a la literatura taurina. España durante mucho tiempo vivió como aislada del Universo. Todas sus actividades en períodos de cristalización la tenían quieta, como muerta o dormida. Sólo un hilo nos comunicaba con el resto del mundo: las cosas típicas, y, sobre todas ellas, las corridas de toros.
Apenas se repasan las impresiones producidas en nuestros visitantes en todo el siglo XIX y parte del XX, nos encontramos con que son estampas de la tauromaquia (lord Byron, Merimée, Montherlant, Waldo Frank, Maurice Legendre, etc., etc.) lo que más destaca en sus notas de viaje. España se convierte en país de turismo más por obra y gracia de “Carmen” que por influencia de Cervantes, y es lógico y natural que así sea. Nadie a quien algún oculto motivo no enturbie la vista puede creer que el interés de visita se despierte con cosas que se puedan dar en cualquier parte. El movimiento de grandes núcleos que representa el turismo no se verifica sin una fuerza producida por algo que, siendo importante, no deje de ser exótico. Andalucía en este aspecto se coloca en primer término entre las regiones españolas. España debe a la feria de Sevilla mucho más de lo que ella misma cree. Naturalmente que todo tiene un proceso de formación. Al realizarse un hecho importante siempre hay como un acomodamiento de los valores por planos superpuestos. Antes que Joselito y que Belmonte se entretuvieran en escribir ¡Sevilla!, Sevilla!, por todas las paredes del mundo, Sevilla había ido llenando todos los Museos con cuadros de Murillo y de Velázquez.
Los extranjeros venían a ver lidiar toros bravos en la casa de estos dos artistas. He ahí una buena y decorosa posición ante el turismo. O éste cartel, puesto en sitio visible, con sus flechitas indicadoras, en París, Nueva York, Londres, Viena, Berlín: «Por aquí, señores, pasen por aquí; pasen a visitar a “Carmen” que vive en la tierra de Cervantes”. Y me figuro a Cervantes, a Velázquez y a Murillo departiendo con Carmen, con Joselito y con Belmonte. Es preciso que se vea bien en estas líneas el asunto de que estamos tratando.
Pero, por si algo pudiera prestarse a una distinta interpretación, tengo que hacer constar que para mí, por íntimas convicciones que no son del caso, al hablar del turismo, entre Cervantes, Santa Teresa, Goya y Joselito hay tirada como una línea nivel de valores estéticos por debajo de la cual andan sin estorbarse toda clase de empeños. Y, como enganchada a esta declaración, llega a mí la sospecha de si no serán celos mal nacidos y mal disimulados estos ataques a las corridas de toros.
Como consecuencia de viajes por el extranjero son frecuentes mis obligaciones de atender, con solícita correspondencia de amistad, a personas que visitan por primera vez nuestro país. Y da la maldita casualidad que nunca descubro en su curioso interés el deseo de trabar conocimiento (sin duda por ignorar sus nombres) con esa media docena de cursis que atacan las corridas de toros. Aquellas personas que alcanzaron celebridad mundial, y cuyos nombres gozan de una reputación fuera de cualquier competencia, nunca se han distinguido en ésa clase de campañas. Muy por el contrario, son frecuentes los casos de verdaderos intelectuales que no sólo sienten simpatía por nuestra fiesta, sino que comparten nuestra afición a conocerla y practicarla. Yo sé de opiniones dadas por Unamuno a José María Cossío sobre el clásico metisaca, y he oído, de sobremesa con Salinas, Cossío, Alberti y alguién más que no recuerdo, a Ortega y Gasset exponer toda una teoría sobre el toreo de Guerrita, y hasta llegada la hora, cargar la suerte, convertida en capote la servilleta, en una demostración práctica del asunto, alegre recuerdo de los viejos tiempos “cuando yo mismo –decía él— toreaba becerros con tres años”. Y, en último caso, ¿qué pierde Marañón con que Cagancho toree en Granada ante la vista de 500 turistas norteamericanos? ¿Qué puede importarle a Cajal que un admirador suyo, austriaco o polonés, vaya por la noche a Villa Rosa a escuchar a la Niña de los Peines? No; no se trata de eso.
En el fondo de todo esto hay una cuestión de impotencia. Se trata de adoptar la postura más cómoda. Los extranjeros llegan a España sintiendo la curiosidad de conocer las corridas de toros. “Eso –grita cualquiera de ellos, uno de los seis— no es razonable ni justo estando nosotros aquí”. Es la misma cosa (y seguimos hablando de turismo) que si un vendedor de plátanos negruzcos, echados a perder, viendo que el público compra naranjas sanas y vistosas, se pone en jarras y grita: “Ciudadanos: no se puede consentir esto. La naranja es una fruta grosesa y áspera. Hay que acabar con ella. Cerremos esa tienda y arrasemos los campos de Valencia….”. No, señor vendedor de plátanos; hay que cuidar los plátanos como cuidan los otros las naranjas: mejor si cabe. En una mesa bien servida hace falta toda clase de frutas Lo que pasa es que ustedes han privado a nuestro paladar con su abandono del placer de saborear los plátanos. Por ahora, démosle las gracias a las naranjas…”
Todo ataque a las corridas de toros, al hablar de turismo, es suicida y antipatriótico. La propaganda que de ella han hecho los propios extranjeros hubiera costado una cantidad de millones superior a la capacidad económica de España. De no existir la leyenda europea sobre España, debiéramos inventarla nosotros. Si se pudiera vender nuestra “mala fama” a cualquier país europeo o americano daría por ella centenares de millones. En cosas de menos interés se los gastan. Yo haría más. En el mapa del turismo español, con Burgos y Toledo, la Giralda, El escorial, Ávila, el Museo del Prado, Salamanca, Granada…, sobre un inmenso bosque de navajas pondría la figura de “Carmen”, y a sus pies, kilómetro y medio de tripas de caballo reliadas a los pitones de un toro monstruoso. Personal adecuado, en sitios estratégicos, iría encauzando el movimiento: ¿Adonde se puede ver todo esto? El empleado: —No sé, creo que en Vigo. Y el de Vigo: —Creo que en Granada. Y el de Granada: —Creo que en Valencia. Y el de Valencia: —Creo que en Cáceres. Y así, recorriendo España de parte a parte, los buenos turistas la conocerían perfectamente, al mismo tiempo que se realizaba el fin mercantil del turismo. Si las cosas de España son (como son) superiores a la leyenda, no tenemos por qué inquietarnos. Y si alguien dijera: “Esto es un engaño; nos han defraudado”, siempre podríamos contestar: No; la España que usted buscaba ha sido creada por la fantasía de ustedes mismos. El dinero de la propagada salió del bolsillo de nuestros enemigos. Nada pusimos de nuestra cosecha. Y hasta alguna que otra vez, perjudicando nuestros intereses, combatimos nuestras cosas típicas por… ¡quién sabe qué ocultos motivos!…
© Heraldo de Madrid, 30 de mayo de 1929
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