Humberto Parra llegó a España en 1983 desde su tierra natural de Perú con el propósito de abrirse camino en el toreo. Y en ello se empeñó. Eran los años duros para un camino de por sí difícil. De hecho, como recuerda Parra de toda aquella generación tan sólo Manuel Díaz “El Cordobés” logró abrirse paso como matador de toros. Antes de ir de un lado a otro, sin rumbo claro, optó por volver a sus origines de estudio: el arte, que había seguido en la Escuela de Lima. Y aquí sí se abrió camino, aunando además sus dos vocaciones: el la pintura y el toreo.
Hoy es un artista reconocido, que en estos días expone en el los salones del Hotel Colón, de Sevilla, una treintena y no hace muchas echas recibió el Premio que la Asociación Taurina Parlamentaria ofrece a la aportación artística destacada de 2011. Se trata de una exposición de variada técnica y formato, en la que llama la atención la fuerza del color y la plasticidad y el movimiento de la recreación.
Recuerda Parra cómo camino del colegio a diario pasaba por delante de la Plaza de Acho, y se interesaba por saber mas del mundo del toro. Era un mundo que cada vez le llamaba más la atención, hasta que el triunfo de su compatriota Rafael Puga en la feria limeña en la que se le concedió el “Escapulario de Oro” terminó de acercarlo a la Fiesta. De forma tan sencilla y directa decidió cambiar el rumbo de su vida y dirigirse al planeta de los toros, sin por ello abandonar su paso por la Universidad. Curiosamente, al principio pensó en la Facultad de Medicina, pero cambió de criterio y pasó a la Escuela Nacional de Bellas Artes, cursando las especialidades de escultura, cerámica, dibujo y pintura. Pero estos estudios los hacía compatibles con sus primeros pasos como novillero, toreando en un buen número de festejos.
Incluso llega a tomar la alternativa en Cajamarca (Perú) al lado de Rafael Puga y el ecuatoriano Edgar Peña-Herrera. Pero esa misma noche decidió cambiar el rumbo: “Decidí renunciar a la alternativa, porque mi ilusión era torear en España y de matador de toros sería más difícil y complicado que de novillero”. Tal como lo pensó lo hizo, después de torear algunas tardes más en plazas peruanas.
En febrero de 1983 llega finalmente a España y tras una breve estancia en Madrid toma rumbo hacia el sur, instalándose primero en Jerez y luego en el Puerto, que “a mí me parecía un trozo de la Lima colonial, de esa Lima cuadrada que le encantaba a la cantautora y folclorista peruana Chabuca Granda. Casas Palacio, parques, calles estrechas y el mar muy cerca. Y una gente con un sentido común especial de la vida y del vivir”.
Todos los aspirantes de la época peleó todo lo que tuvo en su mano por abrirse camino, incluso contó con la ayuda del iniciador de la ya dinastía Manzanares. Pero los tiempos no eran fáciles.
Sin dejar su empeño torero, retomó de nuevo su vocación artística. “Un artista primero nace pero luego hay que hacerse a base de trabajo día a día, pero en ese orden. De nada sirve tener un don y no trabajarlo, no cultivarlo, no educarlo. El talento sin disciplina deja mucho que desear. Mientras toreaba no exponía ni tampoco sabían de mi otra cualidad, no quise confundir ni que me confundieran, y creo haberlo hecho. Incluso pienso que habría podido torear más a cambio de muchos cuadros y no me parecía nada serio ese camino”.
Cuando finalmente decide dejar la aventura de los ruedos, antes de ir dando tumbos, se incorpora ya de lleno a su actividad artística. Y con reconocimiento temprano, además. Y así, recuerda Parra cuando le llamó el maestro Antonio Ordóñez, para comunicarle que llevaría a la cena a la que le había invitado el Rey Don Juan Carlos, el cuadro que sirvió como cartel de taquilla, como regalo al Rey de España.
Precisamente como cartelista alcanza notoriedad. El Ayuntamiento de Ronda le encarga el cartel para el 50 Aniversario de la corrida goyesca, otro tanto hace la empres de Murcia para la feria en la que se despidió Pepín Liria, o el Ayuntamiento de El Puerto para la inauguración del Palco Real.
Entregado por completo a la pintura, recibe pronto el reconocimiento, quizás porque, como ha escrito Paco Aguado, “Humberto Parra es un torero que pinta. Por eso su obra no podía ser más que impresionista, como impresionista es la mirada del torero en la arena: esa mirada sabia y profunda que atisba y mezcla con rapidez en su retina el menor gesto o el más insospechado movimiento de un toro, de un peón de la cuadrilla, el aire de un capotazo o la colocación de un picador. Y todo a borbotones, a golpes de color y de sombra, con el matiz tembloroso de la tensión de la lidia”.
Como se puede observar en esta última exposición de Sevilla, su obra está plagada de matices estéticos y técnicos, tanto taurinos como pictóricos,. Especial llamativo son esos matices en su versión del toro bravo, pero también en los valores dinámicos de cuanto se realiza en el ruedo. Por eso su obra no se percibe como algo frío y casi lejano, sino que traslada en su integridad lo que en sí mismo es el Arte del toreo.
Encontramos así a un artista en plena madurez, con dominio de los secretos de un oficio creativo, pero también de una temática tan compleja de expresar como la que aborda.
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