Historia de una esquina

por | 6 Abr 2017 | Semana Santa 2017

El Domingo de Ramos ya despunta. Otra Semana comienza y los ojos, ayer velados, se abren hoy, como unas puertas, ante la soberana presencia de un Dios que, hecho hombre, viene a lomos de un borrico rodeado de gargantas que le cantan y que trocaran, alegría por miedo, valentía por cobardía, osannas por silencio.

Sevilla le recibe, con esa luz desbocada, como un río envalentonado que va sorteando los límites de su cauce, que de tan sevillana, se ha hecho ya eterna. Las calles se engalanan; los balcones visten su grana y en las sillas de las casas, descansa ya una túnica recién almidonada. Una túnica por la que pasan los años, aunque en verdad no pasen; una túnica que es inmanencia transustanciada en tela; un tiempo paralizado entre las costuras. Cada año es lo mismo. Cada año cambia. La túnica sigue siendo blanca o negra, de ruán o con cinto de esparto. Pero quien la viste, sí, algo ha cambiado. Tras un antifaz se esconde, un penitente sin nombre que va abriendo paso a una Virgen que refulge en su trono o a un Cristo, que de costado a costado, en unos maderos crucificado, va ofreciendo su pecho traspasado y la sangre que de él emana, para salvarnos, y el agua, para saciar la sed de quienes lo contemplan pasar, a paso corto y cadencioso, por las calles de su infancia.

Y Sevilla le canta. Con su tronío de voces, con su trajín de carritos de niño, con sus barrios. Un armonioso estruendo que es en verdad, un sinfónico son; el sinfónico son de una vida que va a dar con sus huesos a los pies del monte de claveles sobre el que descansa un Jesús al que le espera ya, una nueva mortaja.

La ciudad es como sus pasos. O viceversa. Tanto da. Tras cada bulla, tras cada tramo de nazarenos, tras cada misterio con romanos, se esconde una realidad encerrada entre las formas – bellas formas – que nos hacen posible saciar esa apetencia de lo sacro que, por lo menos una vez al año, las gargantas sevillanas andan buscando.

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No puede entenderse esta Semana sin la infancia. Se ha de aprender a mirar, del mismo modo que se ha de aprender a rezar. Y en la infancia, a menudo son lo mismo. El padre aprieta fuerte a su hijo contra el pecho, cuando más allá del mar serpenteante de capirotes, se adivinan ya las bailarinas llamas de la primera pareja de ciriales. Ahí viene, le dice el padre. Y el niño, que de tanta bulla y tanto paso, se ha dejado llevar por el sueño y se ha recostado en el primoroso y cálido pecho de su padre (ese lugar del cuerpo que es para el hijo, almidón y fortaleza, dulzura y seguridad, castillo alto y de paredes prietas, que a salvo le mantiene de lo que afuera se yergue), se ha recostado y sus ojos se entrecierran, pero un resorte le mueve y alza su cabeza buscando en el horizonte esa pareja de ciriales que van gritando silencio. Doblando la esquina, las maniguetas de un fulgor que asusta. El niño, mira al padre con ojos llenos, rebosantes. Y el padre, que adivina lo que a María le traspasa el Viernes Santo, abraza al fruto de sus entrañas fuertemente. En un abrazo que es, en verdad, otra realidad encerrada: una oración que dice Protégele, Divina Señora, protege a este hijo mío, protege a este Tomás que es también tuyo.

El niño, mientras la Virgen se va llegando, juega a adivinar las insignias. El padre le corrige cuando se equivoca, le besa cuando acierta. Toda la calle ha quedado ya, presa del incienso. El humo del incensario va dibujando en el aire, como filigranas, las vidas que pasaron; va mesando los cabellos de las que aún no han pasado y alfombrando el empedrado de las calles para las que vendrán. La trompetería de la banda entona fuerte su marcha, por la que no han pasado los años. Iluminada por las llamas titilantes de los cirios, Su maternal rostro. Todos distintos, mas todos iguales. Tanto da Amargura, que Soledad, que Candelaria, que Esperanza, que Rocío. Todos son distintos, sí, pero todos iguales. En todos se concentra, atómicamente, la amargura y el dolor de un pecho traspasado; en todos brillan lágrimas de cristal, primorosamente talladas. Todos son distintos, sí, pero todos son un único rostro, el rostro doloroso y traspasado de la Madre de la Divina Misericordia.

Ya escucha el niño el sonido de las zapatillas del costalero. Los móviles se desenfundan y como una ráfaga de estrellas, los flashes se disparan. El niño, que no sabe nada de móviles ni de flashes, se queda mirando. Quizá es demasiado pequeño para entonar complicadas oraciones de acervo.

Mira. En silencio. El padre reparte su mirada entre la Madre y el su hijo. De una a otro, como buscando lo más sagrado. El corazón lo tiene pinzado y han quedado mudas las venas de su cuerpo. No entona un ave maría. Solo silencio.

Y el niño, protegido por la mirada santa de la Madre y la sacra de su padre, lanza un beso.

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En otra esquina, que es, como todas las de Sevilla, la auténtica esquina del tiempo, un grupo de jóvenes charla. Tomás, que está entre ellos, deja escapar furtivas miradas que se disparan, como flechas de poderosos arcos, hacia el rostro ampuloso de Rocío. En la negrura de sus ojos, Tomás cree hundirse. Ella, indiferente, reparte conversación a un lado y a otro. Las flechas – las miradas – no cesan; las lanza Tomás con la esperanza de que alguna atine.

La cornetería anuncia una presencia que a lo lejos se adivina; un Cristo en su Calvario que va, casi bailando, atravesando las calles, hendiendo miradas de estupefacción en sus heridas. Y Tomás se olvida de su frustrado asalto. Unos minutos pasan, como eternidades desplegadas líricamente ante el paso. Ya llega. Ya está aquí. Tomás lo ve y fija su mirada. Rocío aprovecha que el joven está epatado, para mirar temerosa, su ondulado cabello azabache que descansa sobre los hombros. En Sevilla, en estas fechas, todo es un juego de miradas. Rocío va abriendo sendero entre la gente. Bien vale un mar de codazos el llegarse hasta la sombra engullida por la tamborería de Tomás que espera, mirada alta, la llegada del Crucificado.

La voz ronca, como de un apócrifo y mítico palo flamenco, de un capataz va mandando las pasos de esos cegados costaleros que sí, van trayendo al Señor, en horas condenado y en días resucitado. Rocío logra alcanzar la vera de su amado. Tomás lo siente, pero no se mueve. No te soy indiferente, se dice, pero no me pidas que baje la mirada ahora que viene todo un Dios condenado. Y como si Rocío lo entendiera, alza también su vista, esperando que en el trayecto se cruce con la de Tomás y así, mágicamente, mirarse ambos mientras están mirando el rostro ensangrentado de Jesús.

Pasa Cristo. Las voces se han apagado. Pasa Cristo. Silencio. Tomás ha salido por padrenuestros silentes, como si fueran un fandanguillo sagrado. Rocío por un credo, como hacía su abuelo. Pasa Cristo. Silencio, que sigue pasando. Silencio hasta que doble la esquina. Silencio hasta que aún su estela se adivine en el líquido horizonte de Sevilla. Pero ya no hay tanta mirada, ni tanto silencio en Rocío. A la vera del Cristo, Tomás la mira. Rocío recibe, brazos abiertos, la mirada. Y un beso que tanto iban ansiando desde hace años, se da, se produce. El Señor cerca. La música cesa. El cansancio y el dolor, le han hecho a Dios doblar su cabeza buscando el apoyo del pecho. Y con párpados entreabiertos y casi atravesados por la corona de espinas, Su santa mirada da de lleno en ellos. Y para mí tengo que, en la talla y en el cielo, el Señor se sonríe, porque no hay mejor oración que un beso.

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Tiempo ha ya de aquello, pero la esquina sigue siendo, años después, la esquina del tiempo. A Lucas, los pasos que más le gustan son los pasos de misterio en los que hay romanos y caballos. El pequeño, sostenido por la mano de su padre, Tomás, intenta alzarse para ver el cortejo nazareno. Su padre, aún sabiendo que no lo logrará, le deja un par de intentos y cuando el niño, frustrado, agacha la cabeza, el padre lo toma y alza por encima del mar de cabezas hasta posarlo sobre sus hombros. El niño, de dedos menudos y curiosos, repasa con ternura cada una de las facciones del paternal rostro. Con sus dedos, va dibujando en la piel de su padre auténticos cauces de gloria, por los que también Dios, de caminos inescrutables, va dejando fluir su divino amor.

Juega a adivinar las insignias que portan los nazarenos. Un derroche torrencial de añoranzas se le viene encima a Tomás, que le corrige cuando se equivoca y abraza cuando acierta y cuando al final de una calle – su nombre da igual – recorta el horizonte las cuatro esquinas de un palio, Lucas calla. Silencio, silencio, que la Madre está pasando.

Y cuando se ha llegado, Lucas alza su brazo para tocarla y aunque no la alcanza, realmente sí la ha alcanzado. Le lanza un beso con la mano y una lágrima a Tomás se le escapa, recordando el rostro amoroso de su padre, el rostro amoroso del pasado. Silencio, silencio, que la Madre está pasando.

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Por la ventana se cuelan los olores a incienso y a jazmín. Se cuela la peculiar primavera que cada año concita goces en Sevilla. Sobre la fachada blanca que se ve desde la ventana, la luz anaranjada se va apagando. La televisión prendida, lanza marchas a bocajarro. Una Virgen va camino de Campana, otra ha llegado ya a la Plaza de San Fernando y en la Puerta de los Palos, una cruz de guía enfila ya la vuelta a casa. Imágenes gloriosas retransmitidas en directo. Rocío, espalda encorvada, enjuta la mirada y el pelo cano, reparte sus miradas, como ya hiciera en el pasado, entre la televisión y su amado. Tomás, con el rostro surcado de arrugas, que también son cauces por los que Dios actúa, esquiva el cable que de la nariz a la bombona, nutre de oxígeno su cuerpo. Sube el volumen del televisor porque está sonando Campanilleros. Los ojos se le caen. La luz los agosta. Y en la televisión, aquella esquina aparece. Y los ojos se le caen un instante, y vuelven a despertarse envueltos en lágrimas.

Un estruendo de vida llena la casa. El pequeño Tomás ha llegado. Reparte besos el nieto a sus abuelos, inundándolos en una plenitud de labios. El abuelo pide silencio. Silencio, que el Señor está pasando. Y la salita enmudece en un amén agigantado. Lo bueno de la televisión es que el Señor siempre está pasando. Tomás llora. Está rezando con su llanto. Y Rocío que lo ve, toma a su nieto de la mano y trabajosamente se llega hasta su amado. Le atusa el poco pelo que aún conserva, le retira los cables del oxígeno, y le besa pausada, apasionadamente. Un te quiero se dibuja bajo la presencia del Dios crucificado, como aquella vez, hace tantos años ya. Silencio, silencio que llega ya el Amado.

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Portal de actualidad, análisis y documentación sobre el Arte del Toreo. Premio de Comunicación 2011 por la Asociación Taurina Parlamentaria; el Primer Premio Blogosur 2014, al mejor portal sobre fiestas en Sevilla, y en 2016 con el VII Premio "Juan Ramón Ibarretxe. Bilbao y los Toros".

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