"Lo que tiene que hacer el sector es dirigirse hacia la autogestión; es decir, organizarse internamente. Se trata de un espectáculo privado donde la aportación pública es mínima. Creo que es fundamental que los taurinos establezcan sus propias reglas de comportamiento, de disciplina y control para evitar el fraude”. Esto ha declarado al diario “La Rioja” el senador Pío García Escudero, que pasa por ser uno de los dirigentes del PP de mayor solvencia en materia taurina.
Si de verdad el senador García Escudero cree en lo que ha dicho, se equivoca de medio a medio: la autorregulación es una utopía imposible en el caso taurino. Tan se equivoca que resulta hasta incomprensible que un asiduo del tendido 2 de Las Ventas, y de tantas otras plazas, haya podido hacer semejante recomendación. Sólo se entendería como una pura y simple consideración teórica, porque en otro caso no dejaría de ser uno de los muchísimos brindis al sol que prodigan los políticos en época electoral, sin que de ellos se siga que deban dar cuenta de sus incumplimientos.
Como es sobradamente conocido, en el mundo profesional se definen los Códigos de conducta como un conjunto de criterios que no estando incluidos en ninguna ley, los propios profesionales consideran que deben ser de necesario cumplimiento por quien quiera ejercer su trabajo con rectitud. Como han sido decididos por los propios profesionales, sin que lo exija ninguna norma legal ajena, se les denomina como de autorregulación.
Pues bien, no ha sido el primero el señor García Escudero en reivindicar tal fórmula, sino que es una especie de “serpiente de verano” que de vez en cuando reaparece entre los profesionales del taurinismo. Ninguno de tales intentos ha pasado de ser una mera declaración de intenciones,
La realidad es que un espectáculo público de la dimensión del taurino, necesariamente exige una norma superior., muy superior, a mera autorregulación. Pero ello no quiere decir que la autorregulación sea inviable, ni mucho menos inválida, sino que sencillamente tiene un campo de actuación diferente a la del Reglamento. Incluso cabe pensar que sería su complemento más idóneo. Cumplidos los criterios básicos que, como toda norma legal, marca el Reglamento, ¿qué impide a los profesionales acordar ese amplísimo campo de cuestiones que el Reglamento ni debe no tiene por qué abordar? Digámoslo crudamente: lo único que lo puede impedir es la propia voluntad o la conveniencia de los taurinos.
Pero hay una realidad que no puede ocultarse. Ya hemos conocido varios intentos de elaborar estas normas de autorregulación. En todos los casos, frente a las voces bienintencionadas que las defendían, he comprobado que el sentimiento mayoritario era de desconfianza. Pero desconfianza, y eso es lo relevante, entre los propios profesionales de lo taurino. Resultaría un sano ejercicio que los distintos estamentos realizaran el esfuerzo necesario para averiguar por qué la respuesta ha sido mayoritariamente de desconfianza. Despotricaban sobre muchos aspectos de los Reglamentos, pero al final preferían ceñirse a la norma administrativa en lugar de interpretarla y complementarla con “la voz de la experiencia” en forma de autorregulación Es una cuestión que nunca he comprendido.
A lo mejor es una ingenuidad, pero soy de quienes piensan que resulta imposible que todos los todavía hoy los profesionales taurinos se hayan hecho merecedores de ese lapidario de ti no me fío que históricamente se han lazado a la cabeza un estamento contra otro, especialmente dentro de los propios taurinos. No puede ser posible, aunque tan sólo sea bajo un simple criterio estadístico, que todos y cada uno de los profesionales de la Fiesta carezcan de ese mínimo de valores que exige la confianza en sus intenciones y en su proceder. Más de uno habrá, eso es lo seguro, que no sólo será fiable, sino de muy recomendable juicio. Sin embargo, sus valores han quedado siempre diluidos de hecho en un marasmo de recelos.
¿Por qué se tiene que desconfiar de un empresario taurino y en cambio se acepta como valor predeterminado la rectitud de un empresario en otra cualquier actividad? ¿Por qué se asume como un dato incontrovertido que hay que aplicar el apriorismo del recelo a cualquier picador y en cambio no se duda de antemano en el trabajo de un delineante? ¿Por qué, en fin, la historia taurina se confunde tantas veces con cualquier relato picaresco?
No resulta fácil responder con toda propiedad a estas y otras preguntas similares; pero algo tiene que ver con ese halo de “ser diferentes” que los taurinos se empeñan en alimentar. Por eso, cabe preguntarse si para vencer tal desconfianza no ha llegado el momento de que los variopintos oficios que se conjuntan en torno a un ruedo se incorporen al régimen de lo que es convencional para cualquier ejercicio profesional.
Unos ejemplos. En esta opción por hacer convencionales los oficios taurinos, ¿alguien puede aportar una razón fundada para justificar la absoluta opacidad que se da entre los taurinos? Se puede comprender que en toda actividad empresarial y profesional haya zonas que están al resguardo de la discreción e, incluso, del secreto. Pero eso no quita para que en las sociedades modernas cada vez sean más amplios los criterios de transparencia. ¿Por qué supremo motivo todo eso no resulta de aplicación al planeta de los toros? Realmente, esta opacidad carece de sentido y fundamento. Y, sin embargo, se mantiene de forma férrea. No se debieran quejar tanto los interesados, porque la contrapartida a todas esas actitudes sigilosas es clara: sus comportamientos sólo levantan recelos y dudas. Es lo que ocurre siempre: frente al oscurantismo, desconfianza. En cualquier caso, busquemos la explicación que busquemos, algo ocurre en la Fiesta, y no debe ser bueno, para que tantos se instalen en esas posiciones de mutuos y firmes recelos y prevención.
Pues bien, en tanto esta situación se mantenga, pedir la autorregulación no deja de ser una utopía. Pero si a pesar de todo se quiere insistir en ello, nos tropezamos con un obstáculo definitivo. Las normas de autorregulación tienen universalmente la exigencia inexcusable de corresponder a una profesión que cuente con una estructura corporativa sólida y legalmente establecida. Y dentro de esa organización corporativa, quien quiere acceder a la misma, viene obligado primeramente a aceptar la obligatoriedad del cumplimiento de dichas normas. De esta forma, las corporaciones profesionales ofrecen a la ciudadanía las garantías precisas para la aceptación social de tales profesiones, En el caso de lo taurino, no sólo es que no exista esa corporación unitaria que ofrecer esa garantía, sino que, además, resulta inviable su creación porque se trata de muchas profesiones diferenciadas y con intereses contrapuestos. Pretender meterlos a todos en el mismo saco no es sino reinventar los viejos sindicatos verticales, que se basaban en el sin sentido de unificar en una sola organización a empresarios y trabajadores.
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