Célebre y hasta manida es la frase de “más cornadas da el hambre”, que algunos han traducido en la actualidad, muy al hilo de lo que hoy vive nuestra sociedad, en un “más cornadas da la vida”. Cuando se habla de un torero, como ahora mismo le pasa al honrado Fernando Cruz, son frases que suenan casi a una falta de respeto.
Las cornadas de verdad las da el toro. Lo demás son circunstancias, bastante aleatorias por cierto. Y junto a la relevancia que pueda contener el parte médico –que en este caso es mucha–, esas circunstancias son las que hacen al torero no de otra pasta –que son de carne y hueso como usted o yo–, sino que los sitúan en el lindero de los héroes y casi de lo mítico.
En unos casos son circunstancias puramente ocasionales y ajenas al torero. En más de una ocasión basta una racha de viento a destiempo para que se produzca el percance. En otras, el percance nace de una equivocación digamos técnica del torero: un mala colocación, un manejo quizás inexperto de los engaños, de las condiciones aviesas del toro… En el fondo, bien podría decirse que son situaciones naturalmente ligadas al riesgo, que en los ruedos son muchos y muy diversos.
Hasta tomar su causa del tamaño y el estado del ruedo, que de tener un diámetro adecuado o no, de estar cuidado a ser un erial, media un abismo. Sabido es por cualquier aficionado como en otras épocas algunas figuras para lidiar determinados encierros exigían que el ruedo tuviera un cierto número de burladeros, por ejemplo.
Quizás por que todo eso se de ya por sabido, a uno las cornadas que de verdad le sobrecogen son las que nacen, por encima de estas otras circunstancias, los propios factores anímicos del torero. En la historia se encuentran ejemplos clamorosos. Y no es cosa de referirse a esas declaraciones tan solemnes, cuando el torero en el patio de caballos afirma que esa tarde viene a jugársela. Muchas veces son palabras que resultan casi siempre mecánicas.
En cambio, hay situaciones, profundamente silenciosas, pero en las que late una escalofriante proximidad del peligro: la decisión definitiva del torero de jugar a un todo o nada. En cualquiera de los casos, esta sobrepresión en el ánimo y en el decidir del torero, vivida además en una heladora soledad, ha revestido siempre un dramatismo tremendo, tanto que a un aficionado le lleva hasta admirar más la grandeza de ánimo que debe caracterizar al torero. Tengo para mí que esta casilla, la más heroica me atrevería a decir, habría que incluir la cornada tremenda que el domingo sufrió Fernando Cruz.
La dureza de quien puede y ha demostrado ser torero debe ser tremenda, cuando en un momento dado, por las cosas mas variadas, se pierde el contacto con el pelotón de cabeza de este maravilloso y sobrecogedor tour que es la Fiesta, sobre todo en el verano. Todo eso que lleva a los contratos muy de vez en cuando, a un cierto paso del olvido.
Fernando Cruz ha conocido la cara de esta moneda. Recordemos, por ejemplo, aquella alternativa de lujo en el Coliseo de Nimes con “El Juli” como padrino y José María Manzanares de testigo. O recordemos como ha contado con el respeto de la afición de Madrid, de novillero y de matador de toros. Con un buen concepto del toreo, que difícilmente puede expresarse con toros de las ganaderías más complicadas, en las que tantas veces ha sido encuadrado, tuvo el respeto de la afición francesa, algo que hoy constituye todo un aval.; pero también en Pamplona o Sevilla, por ejemplo, dejó su sello. Cierto que en momentos muy inoportunos sufrió percances que lo han parado, pero al levantarse de la cama demostró esa calidad contrastada que le ha dado crédito entre los aficionados. De pronto, surge esa figura taurina de “perder el tren”, y ya el teléfono no suena ni desde tal cual plaza donde en la feria anterior había triunfado. Los méritos adquiridos caen en el olvido como por ensalmo, sobre todo si además por este mundo se circula como independiente.
En ese contexto, surge el contrato para torear en Madrid este pasado 15 de agosto, en uno de los carteles más dignos del verano. Una verdadera oportunidad, a salvo siempre de que las condiciones de los toros acompañen ese mínimo indispensable. Cuando de verdad se quiere ser torero, como es el caso de Fernando Cruz, la oportunidad no puede pasar de vacío.
Por eso, aún a sabiendas de los riesgos añadidos que aportaba la mala condición del Gavira, había que dar la cara, había que quedarse en el sitio para tratar de alcanzar el éxito soñado. Dejarse ir ese toro, aduciendo sus peligros, no entraba en sus planes. Era tarde de triunfo sí o sí. Hasta por orgullo torero, incluso antes que por necesidad.
A costa de estar ahora en la UVI de una clínica, el torero madrileño es lo que hizo. En el fondo, situarse al límite de lo casi imposible, de lo épico, sólo se puede hacer por inconsciencia o por sentido torero. El suyo era éste segundo caso. Por eso, no cabía enmendarse, ni aliviarse, había que dar la cara. No cabe mayor proclamación de su vocación torera. En el fondo, lo que hizo este día de la Paloma Fernando Cruz no es más que materializar aquella célebre definición del torero como hombre esforzado, que escribió Sánchez de Neyra.
Como no es hoy una figura de moda, ni de los que tienen la fortuna de moverse en el circuito de la primera clase, cuando pasen unos días su nombre desaparecerá de la prensa, y a duras penas sabremos como camina su recuperación: una vez que no hay tragedia, gracias a las manos de excelencia del Dr. García Padrós y de todo su equipo, lo habitual es que vuelva a sumergirse en el anonimato. Pero ahora en la cama, como luego cuando pueda volver a la vida normal, detrás de Fernando Cruz habrá un torero muy torero y un hombre muy hombre. Es la silenciosa historia de tantos y tantos héroes de la Fiesta.
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