“La historia del toreo está ligada a la de España,
“La historia de las corridas de toros no se puede
escribir sin su relación con la Corona.
Cuando de acuerdo con las previsiones constitucionales se produce la sucesión dinástica, nos preguntamos muchos cuál será la actitud que acerca de la Tauromaquia y de cuánto representa adoptarán desde su llegada al Trono don Felipe y doña Letizia. Y para qué ocultarlo, nos asaltan unas dudas razonables.
No se trata aquí de sostener que la Tauromaquia constituya un elemento nuclear de la nueva etapa, con un país abierto en canal con una crisis tan grave; desde luego, todos sabemos que en la actual coyuntura española no es la primera cuestión que tendrán que abordar. Pero por su significación social, por su arraigo en nuestro pueblo, al menos si merece, a nuestro entender, un lugar en la agenda real.
Y menos se pretende, digámoslo cuanto antes, de marcar a nadie ninguna hoja de ruta; aunque en tal sentido hayan salido en estos días demasiados voluntarios no siempre desde la lealtad debida, los nuevos monarcas no necesitan nada de eso, que acumulan ya un oficio acreditado, y además cuentan con un equipo de colaboradores experimentados.
Por eso nuestro objetivo es mucho más modesto: recordar algunos episodios históricas de la vida de España y de la propia Corona, pero también de recoger el sentir –más que una preocupación, un anhelo– de no pocos aficionados en este trascendental cambio de ciclo, de cuyo devenir, siguiendo el sabio consejo de Ortega y Gasset, no cabe excluir a la propia Tauromaquia.
No vivimos hoy en la España castiza de los tiempos de Isabel II, pero tampoco en la etapa afrancesada de Felipe V, como no son los días cuando don Alfonso XIII abandonó inesperadamente sus tareas en Palacio para acompañar a su gran amigo Vicente Pastor, la tarde de su despedida de los ruedos en el Madrid de 1918. Como no es momento de organizar ahora, con ocasión de la llegada al trono de Felipe VI, corridas regias, la última de las cuales, si no se recuerda mal, data de 1906, con ocasión de la boda de don Alfonso XIII con doña Victoria Eugenia de Battenberg, bisabuelos del nuevo monarca. En la historia cada cosa tiene su día y su hora, frente a las que las añoranzas del pasado carecen sentido y de realismo.
Pero, en cambio, atravesamos en nuestros días una etapa institucional que guarda parecido –por más diferencias sociales que se quieran hacer, que en el orden estrictamente político son profundas– con aquella otra que se vivió cuando don Juan Carlos y doña Sofía comenzaron su andadura por España, que acabaría llevándoles al Trono y protagonizando un reinado verdaderamente histórico. A fin y al cabo, lo que ahora se abre, en primer término, no deja de tener como objetivo la identificación de los nuevos Reyes con la sociedad española. Como ocurrió hace más de 40 años.
Don Juan Carlos nunca ha ocultado su devoción por el toreo y siempre que hubo ocasión asistió a las plazas. Sin duda, una afición heredada de su madre, Doña María, siempre dispuesta a acudir a una plaza, especialmente si toreaba su admirado Curro, aunque también tenía en mucho a “Antoñete”. Hubo una época, que hoy se echa de menos, cuando el Rey mantenía la costumbre de invitar a un almuerzo privado a los toreros –solía ser en la entonces floreciente Venta del Batán– que habían actuado la tarde en la que había ocupado el Palco Real de Las Ventas. Aquella costumbre, como tantas otras, se perdió, pero quedó siempre lo principal: el compromiso de don Juan Carlos con la causa del toreo.
Tras su boda con la Reina Sofía, bastantes años ante de que su reinado comenzara, el nuevo matrimonio frecuentó durante un tiempo las plazas. En Sevilla aún se recuerda el impacto que causó verles en el Palco Real de la Maestranza en abril de 1968, la tarde histórica en lo taurino en la que Diego Puerta cuajó la faena de su vida ante un toro del marqués de Domecq. Doña Sofía lucía una mantilla blanca y era lo que en castizo se llama “una belleza”, con la peina y la mantilla puestas primorosamente, que eso es todo un arte. En otras ocasiones, se les vio en una barrera, e incluso se conserva testimonio gráfico de la Reina con el pañuelo al aire, pidiendo los trofeos para el espada de turno. En la magnífica fototeca de ABC se puede admirar una colección de imágenes de un gran interés, tanto como para hacer una exposición monográfica.
Con el tiempo, la presencia de los dos juntos en las Plazas fue decayendo. Y resulta comprensible, entre otras razones porque la Reina procedía de una formación muy diferente de la de su marido; nada tiene de extraño y criticable que no tuviera la menor afición taurina, incluso que sintiera un punto de rechazo. Por eso tiene mucho más valor que cuando fue necesario –y en aquellos años iniciales lo era, como un elemento más para el propio asentamiento social de la Corona– asistiera complacida a una plaza de toros. Ir tan feliz a aquello que gusta, encierra un mérito menor; lo relevante es cuando se asiste, con la misma naturalidad y buen ánimo, a eso otro que no se acaba de compartir. Es un ejemplo, entre muchos, de la verdad que se afirma cuando se dice que doña Sofía siempre ha sido y es “una gran profesional”, que es como se suele de expresar una realidad más clara: ha sido una gran Reina al servicio de España, porque supo anteponer siempre los intereses de la Corona y del Estado a los suyos propios.
Probablemente por su educación de cuna, pero también porque vivimos nuevos tiempos, Felipe VI no parece precisamente aficionado a los toros; al menos, no ha dado signos externos de tales aficiones, si las tiene. Pero tampoco a la Reina Letizia se le conoce un particular apego por esta Fiesta nuestra; si lo tiene, tampoco no se ha traslucido. Con todo, cuando el cargo lo ha requerido, les hemos visto en la barrera del tendido 2, asistiendo en nombre de los Reyes a la Corrida de la Prensa, con tan mala suerte que en alguna de ellas hubieran de soportar sin inmutarse la incomodidad de la lluvia.
Por eso, ahora que vivimos el inicio de su Reinado, entre los aficionados se está a la expectativa de cuál será la actitud que adopten; incluso se espera conocer cuáles serán las recomendaciones que sus consejeros les hagan llegar en esta materia. Para don Juan Carlos y doña Sofía sus gestos iniciales –en éste y en otros asuntos–, no resultaron precisamente anecdóticos en su camino a convertirse en Reyes reinantes. El ejemplo es oportuno e incluso muy actual para sus sucesores. La cuestión aquí no radica en gustos personales, ni siquiera en formas de pensar. Todas ellas resultan respetables, pero no es menos cierto también que deben ceder el paso a otras consideraciones cuando el oficio real así lo requiere; se trata, pues, de algo más trascendente.
Como ya está previsto, y como ocurre en todos los países, sea cual sea la forma de su Estado, a partir del día 20 de junio se abre una etapa para que quien ocupa la primera magistratura de la nación, se haga presente en su nueva condición dentro y fuera de España. Es una decisión llena de buen sentido. Aquí es donde se engarza con el ejemplo de don Juan Carlos y doña Sofía, cuando el pueblo español tenía que identificarse con los que, pasados los años, iban a ser sus Reyes. Y ahí, hoy como ayer, no sería una simple anécdota simpática, y mucho menos una portada para el “Hola”, sino algo socialmente mucho más profundo, que por ejemplo se repitiera ahora la antigua imagen que protagonizó doña Sofía: doña Letizia con su mantilla blanca –que además le puede sentar maravillosamente– en el Palco Real de la Maestranza. Desde luego, para quienes amamos la Fiesta, pero también para muchos más españoles, estaríamos delante de mucho más que un gesto o una anécdota; volviendo a una fuente segura, sería una explicitación concreta del pensamiento de Ortega.
¿Y luego cuando comience la vida diaria? Las esperanzas se cifran en que el nuevo Rey mire hacia el proceder taurino que han sentado su augusto padre y su abuela Doña María que, aparte de tener un sincera afición, supieron identificarse con el sentir más generalizado en una gran mayoría de los españoles. Desde luego es un ejemplo mucho más ajustado a la realidad de España que el protagonizado en el siglo XVIII por Felipe V –su antecesor en la denominación real– y por su hijo y sucesor Carlos III, a los que, por cierto, el pueblo no hizo caso alguno en su política esta materia.
Como se sabe, el Rey que vino de la corte parisina tenía aversión por la Fiesta de entonces, en aquella época protagonizada a caballo y por los nobles, a los que prohibió en 1725 su participación en este tipo de festejos; la reacción no se hizo esperar y fue en sentido contrario al pretendido: el pueblo llano consolidó entonces la práctica del toreo a pie, a la que en adelante ni la Pragmática de Carlos III consiguió borrar de la tradición española, como reconoce el ilustrado Nicolás Fernández de Moratín, uno de los pocos intelectuales que en el XVIII se interesaron por la Tauromaquia, autor en 1776 de la interesante Carta histórica sobre el origen y progresión de las fiestas de toros en España, dirigida al príncipe de Pignatelly.
No deja de llamar la atención, e incluso resulta especialmente oportuno recordar hoy, un dato que Fernández de Moratín recoge en su relación: en la corte del prohibicionista Carlos III persona tan próximo al monarca como la propia Reina, al presenciar un festejo sentenció: "Que no era barbaridad, como la habían informado, sino diversión donde brilla el valor y la destreza". Nos estamos refiriendo, naturalmente, a María Amalia de Sajonia, con quien Carlos III había casado en 1738 y que murió prematuramente en Madrid en 1760, después de haber compartido con su marido los dos primeros años del reinado. Venía de un mundo tan alejado de la Tauromaquia y de las costumbres de España como el Sacro Imperio germánico, pero supo entender el sentir de su nuevo pueblo. Toda una lección a recordar.
Un otrosí necesario
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