Tenían decidido los novios que en ese año de 1962 se casaban. Diego había conocido a su mujer el año de la faena épica al miura “Escobero”, en la feria de Sevilla de 1960, que por esas sorpresas que la vida guarda fue casi la única tarde que le vio torear. En aquel invierno se hicieron novios.
De esta forma Diego Puerta entroncó con una de las sagas históricas de los toreros muy hombres, con los “Algabeños”, el primero de los cuales era el abuelo paterno de la novia. Taurinamente hablando, nada más ajustado a la realidad que ese engarce histórico dentro de una saga.
Consagrado ya el torero, decidieron la boda, para cuando acabara la temporada de 1962. En octubre no podía ser, porque aún había corridas contratadas; en Andalucía no gusta organizar las bodas en noviembre, por el respeto que se tiene al mes de los difunto. Por eso, eligieron diciembre y para no esperar más el día 1.
Al día siguiente “ABC” publicaba la noticia del acontecimiento, que tuvo caracteres de concentración popular. Es ésta:
“En la capilla de Nuestra Señora de los Reyes de la Santa Iglesia Catedral, se unieron ayer por el indisoluble vínculo del matrimonio don Diego Puerta Diánez y la señorita Rocío García Ternero.
Bendijo el enlace el canónigo don José Sebastián y Bandarán, quien dirigió a los contrayentes emotiva plática.
La novia, que vestía traje de raso duquesa y lucía diadema de brillantes y zarcillos de perlas, entró en el templo del brazo de su padre y padrino, don Pedro Luis García Carranza, y el novio, con traje corto, daba su brazo a la madrina, Doña Dolores Ternero, madre de la desposada.
Testificaron el acta don Álvaro Domecq, don Pedro Balañá, don José Flores, don Fernando de la Cámara, don José Ignacio Sánchez Mejias, don Francisco, don Antonio y don Álvaro García Carranza, don José María Jardón y los hermanos de la contrayente.
Terminada la ceremonia religiosa, los novios se dirigieron a la capilla de la Virgen del Rocío, ante cuya imagen oraron brevemente. Después se festejó el acontecimiento en el Hotel Alfonso XIII.
Los ya señores de Puerta Diánez emprendieron viaje nupcial, que comprenderá diversas ciudades españolas, colombianas y mejicanas”.
En realidad, el viaje de novios comenzó en Mallorca, donde estuvieron una semana nada más, para enseguida salir hacia América, donde Diego tenía que debutar el día de Navidad en la plaza de Cali. De esta forma, prolongaron todo el viaje durante la campaña americana.
Y en América ya quedó claro desde el primer día que el toreo no iba a cambiar por haber ingresado en su nuevo estado de casado. “Me arrimaba igual antes que después de casarme. Y si me apuras, te diría que luego me arrimaba más”, declaró hace años Diego. No hay que buscar demasiados datos para comprobar que así ocurrió.
Ya en América, María Rocío marcó su propia impronta al papel de mujer del torero, convencida como estaba que le correspondía estar en segundo plano. “La figura es él, no su mujer. No debía competir con él. Vamos, para mí es así”, decía. Pero desde ese segundo plano también mantenía ese reducto de tranquilidad que el torero necesita cuando están en pleno apogeo de una profesión cargada de tensiones, de riesgos, de sorpresas. Por eso, María Rocío estuvo siempre a la cabecera de la cama de la Clínica que tocara, pero nunca se le vio en las tardes de las puertas grandes.
Sin embargo, cuando se rastrea la vida del torero se comprueba que para entender cuanto Diego hizo en los ruedos y en la vida, detrás estaba la presencia silenciosa y casi en penumbra de María Rocío. Era como ese punto de apoyo que el filósofo pedía para mover el mundo. Toda su dedicación, su sufrimientos también, no fueron vanos; compartió su vida con un gran hombre, pero al toreo legó, y no es preciasamente poco, el aliento constante a todas las nobles ambiciones taurinas de Diego. También por eso, llegó a donde llegó, que fue a lo más alto.
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