Ha sido voluntad del Rey Felipe VI iniciar su mandato constitucional con un discurso programático que, además de estar muy bien construido en su aspecto literario, resulta de un contenido tan denso como relevante y que tuvo como uno de sus puntos nucleares las siguientes palabras: “una Monarquía renovada para un tiempo nuevo. Y afronto mi tarea con energía, con ilusión y con el espíritu abierto y renovador que inspira a los hombres y mujeres de mi generación”.
Antes ya había advertido el Rey: “La Corona debe buscar la cercanía con los ciudadanos, saber ganarse continuamente su aprecio, su respeto y su confianza; y para ello, velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente, como corresponde a su función institucional y a su responsabilidad social. Porque, sólo de esa manera, se hará acreedora de la autoridad moral necesaria para el ejercicio de sus funciones. Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren -y la ejemplaridad presida- nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no sólo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de los ciudadanos”.
Con la sucesión, marcada por criterios tan importantes como éstos destacados por Felipe VI, se abre una nueva etapa histórica en nuestra nación. En lo político no debe propiciar de suyo ninguna sorpresa, dado que la Carta magna establece con precisión y acierto las competencias que corresponden a cada institución del Estado, que a la postre se basan en un principio que se ha demostrado muy oportuno y plenamente acorde con la realidad de una Monarquía parlamentaria: el Rey reina, pero no gobierna.
Por ello, escaso favor hacen a la vida nacional quienes se empeñan, mirando tan sólo a sus propias conveniencias, en crear un clima ficticio e imposible de expectativas de cambio incluso constitucionales. Plantear al nuevo Monarca reivindicaciones que en ningún caso pude cumplir, no es más que una invitación interesada a sabiendas que encierran una manifiesta vulneración e incumplimiento de la propia Constitución, en la que la capacidad de iniciativa política corresponde única y exclusivamente al Parlamento y al Gobierno de la nación. Felipe VI podrá ejercer, y resulta muy conveniente, su competencia moderadora, pero de ahí ni puede ni debe pasar, como acredita la historia.
Pero, sin duda, el inicio de esta nueva etapa en la vida nacional debiera dar pie a un nuevo clima cívico y social, que si primero se centrará en la expectación informativa por las iniciales actuaciones y gestos del Rey y de la Reina, no se debiera demorar en lo que resulta nuclear: la creación de un nuevo clima de esperanza en la vida española, si todos saben actuar con la generosidad que exigen los momentos que vivimos.
Nada hay más frustrante que una nación cuyos resortes fundamentales están acaparados por una gerontocracia, que por inexorable ley de vida carece de la sensibilidad necesaria para detectar y asumir los cambios que impone la vitalidad de una sociedad moderna. Para un país del siglo XXI tiene que ser motivo de preocupación que, por ejemplo, la inmensa mayoría de las grandes instituciones y corporaciones –ya sean económicas ya sociales– se mantengan inalterablemente en manos de personalidades sin duda muy valiosas pero que han traspasado en mucho los límites razonables de edad para continuar en esa primera línea.
Pero ello no quiere decir que haya llegado el momento de construir una inmensa colección de “jarrones chinos” –como coloquialmente se como conoce a esa figura–, que a la postre no se sabe bien que hacer con ellos, porque en el fondo adornan tanto como estorban. La inteligencia de quienes integran las generaciones que ya han cumplido sus tiempos radica, precisamente, en acertar a la hora de abrir el camino hacia el relevo a las nuevas generaciones. Y en esa dinámica de cambio les corresponde la importante misión senatorial de trasladar con generosidad y altura de miras sus experiencias y sus conocimientos a quienes les sucedan. Precisamente por eso no puede considerársele como una generación amortizada; de lo que en realidad se trata es de un cambio en su actividad y de su misión, siendo sabedores que del buen desarrollo de las mismas dependerá en gran medida el éxito de la nueva generación dirigente.
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