Y si por barbarie hay que entender,
Una primera y gran respuesta a este asunto con el que más de algún amigo nos pone en predicamento o en entredicho, a la hora de preguntarnos sobre nuestro gusto por un espectáculo “bárbaro y sangriento” como es el de los toros, la encontramos en un admirable apunte de José Alameda, al justificar la aparición de su libro Seguro azar del toreo:
“Seguro Azar” es el título de un libro de Pedro Salinas. El libro nada tiene que ver con los toros. El título, sí, aunque el poeta no lo hubiera podido sospechar.
La reunión de esas dos palabras, en principio antagónicas –seguro azar- es como la cifra verbal del toreo, con su tensión y su emoción de antagonismo resuelto. Aunque sea resuelto un punto, para replantearse el siguiente.
La conciliación de lo contradictorio, como base de planteamiento, sólo se da en el toreo. Ni en la música, ni en la pintura, ni en alguna otra de las artes, acontece que la materia sea opuesta, adversaria, hostil, como lo es el toro. Y que de esa hostilidad pueda lograrse, asombrosamente, la armonía. Tal situación es lo que a juicio de algunos, rebaja al toreo y, por lo que tiene de lucha material, se niegan a considerarlo como arte. Juicio superficial. Al contrario: es un arte enriquecido por el drama.
Amplitud y restricción, tiempo y espacio, cálculo y osadía, improvisación y regla, disciplina y ruptura… En armonizar lo antagónico está la clave del toreo, su interés, su gracia, su permanente drama, pues todo debe salir bien, aunque todo pueda salir mal. El azar es la levadura del toreo.
Por eso, lo que “se trae hecho” –trampa contra el azar- no sirve. Extremando la idea, podríamos decir que la “doctrina” misma es una especie de trampa –la trampa doctoral-. Razón de que los toreros demasiado técnicos, o demasiado “canónicos”, no suelan ser favoritos de los aficionados de más fina sensibilidad. Lo que hay en ellos de genérico, de previsto, de “preparado”, se opone, aunque no siempre –pero si en principio- a la llama creadora.
Aunque pueda parecer ociosa la observación, hay que subrayar que todo esto debe tomarse como relativo. Baste un ejemplo. Entre los toreros más cerebrales –en apariencia– que hayan existido, está Fermín Espinosa “Armillita”, y sin embargo cuando se ponía la muleta en la izquierda y lograba su verdadera realización estética –lejos ya del campo de lo mental, embebido en el mundo sensible del arte- la tensión emocional de la plaza era asombrosa, insuperable. El fenómeno de la transformación se da siempre en el arte, pero más acusadamente en el toreo, donde toda metamorfosis cabe, por ser un arte puramente “en vivo”.
Aunque se sepan cosas y se tengan noticias y vivencias del pasado que nos ayuden a comprender sobre la marcha, no hay que confiar demasiado en ellas, sino tener presente que el toreo está reciennacido y recienmuriendo a cada paso[1].
Lo anterior nos pone en situación de privilegio, puesto que para hacer una defensa inteligente, no hay como palabras inteligentes (y no es perogrullada), de la proporción en que hemos apoyado el primer fundamento, ya que en ese sentido el propio Alameda enfrentó en diversas épocas de su vida algunas polémicas, recordándose la última de ellas, confrontando su experiencia con Carlo Coccoli, antitaurino declarado, también muy inteligente, pero que terminó aceptando el discurso del autor de El hilo del toreo, su última y más consagrada obra, donde parece haberse dado la suma de todas sus experiencias.
Por otro lado, hoy día, pareciera que las instituciones escolares estuvieran fomentando entre las nuevas generaciones una cultura ecológica que es motivo para saludar y celebrar tal forma de concienciar a quienes tendrán que enfrentar una crítica realidad dentro de algunos pocos años. En el contexto de esa nueva forma de reflexionar los ecosistemas y las formas de vida no humana, no hay por el momento, y luego de hacer una revisión a diversos programas de nivel primario y secundario, que no existe una línea precisa para denostar o cuestionar lo que pudiera estar sucediendo con el espectáculo de los toros. Nada de eso está mal, pero debe hacerse considerando una serie de situaciones que deben acudir a la explicación no solo histórica del caso. También a todo un escenario arqueológico, antropológico, social, filosófico y hasta social de este complejo entramado.
Quizá en otro momento ya hemos entrado en materia al respecto de los argumentos que manejan grupos o partidos ecologistas, defensores legítimos de ecosistemas y formas de vida no humana, que al cuestionar el espectáculo lo descalifican bajo el primer elemento de ser una fiesta retrógrada, fomentada por grupos sociales absoluta y profundamente insensibles a la agresión que ocurre en el momento en que un toro es motivo de una lenta agonía, de un despiadado tormento, sin tomar en cuenta todas las valoraciones que ya se han referido apenas hace unos instantes y que tienen un peso específico acumulado en siglos de andanzas, no solo en el viejo continente. También en este, donde tras los hechos de conquista que se dieron a pocos años de la colonización, se insertó en la forma de vida cotidiana un proceso que dio extensión a la que abandonaban aquellos hispanos decididos a poblar definitivamente estas tierras.
La Iglesia, el Estado y diversos grupos sociales han cuestionado a lo largo de los siglos el toreo como una forma de expresión sustentada por otros tantos grupos sociales que han encontrado en él una razón para divertirse, para gozar de sus misterios hasta el grado de conmoverse ante la condición fugaz que tiene como de su propiedad, puesto que todo cuanto puede preverse es simplemente una especulación, ya que al ocurrir todas y cada una de sus manifestaciones, estas vienen dándose en consonancia con un tiempo limitadamente corto, capaz de modificar o alterar el destino en un instante. De ahí que José Bergamín concluyera que lo que sucede en el ruedo es música callada del toreo; de ahí que Pepe Luis Vázquez sentenciara: el toreo es algo que se aposenta en el aire, y luego desaparece, apoyándose con el célebre verso de Lope de Vega. Por lo tanto, en medio de la barbarie, tenemos suficientes elementos para explicar que el toreo es un arte que alcanza a creadores sensibles quienes modifican ese estado de gracia en otro nivel estructural hasta convertirlo en otras obras perennes que terminan trascendiendo, y que por lógica dan continuidad a ese solo instante etéreo y volátil en que se sumerge el toreo.
Quizá, todo este conjunto de ideas no sean finalmente el escudo o la lanza con que tengamos que defendernos de los no taurinos, pero al menos servirán para que ellos también comprendan que no estamos movidos por un instinto primitivo, donde quedan saciados nuestros bajos deseos de sangre y de muerte, pues el sacrificio no se da por el vano principio de una matanza sin más. Posiblemente esto ocurrió en los tiempos más primitivos, en donde el hombre tenía que hacerlo para sobrevivir. Pero quedan también una serie de evidencias que nos demuestran que su contacto en un medio absolutamente natural, nos presenta hoy un testimonio plasmado en las pinturas rupestres, lo que señala las primeras insinuaciones no necesariamente creadas con una fuerza divina, puesto que el origen de las religiones se daría en un mundo distinto, evolucionado, separado por la creación de diversos Estados los que, a su vez, crearon y asumieron como suyos unos principios de convivencia, de la que surgió después una estructura de ideas y creencias, tanto políticas como religiosas que, o terminaba enfrentándolos por un lado o aceptando aquellos elementos de interelación, por el otro.
La religión en cuanto tal, en sus diversas modalidades apareció en escena y para proclamarla, venerarla, pero sobre todo para sostenerla tuvo que surgir cierto patrón de comportamiento que entenderíamos en un principio como el rito, sin más. El rito lleva y conlleva propósitos muy concretos de exaltación, pero también, y como dice Pitt-Rivers, el intercambio de un bien material por un estado de gracia que hizo entonces más contundente la presencia de aquel elemento ligado a fuerzas que se separaban de lo terrenal, para ingresar a un espacio desconocido, donde lo mortal encuentra una barrera con lo inmortal. En ese sentido, por ejemplo, la religión católica nos habla en su más absoluto extremo de dioses. Por ello, la muerte representa uno de los factores más representativos en todas las culturas humanas, la que, al paso de los siglos se convirtió en un poderoso instrumento de explicación a la luz de todos esos argumentos que las religiones –en todas sus modalidades- han planteado en una multiplicidad de alternativas.
[1] Carlos Fernández Valdemoro (Seud. José Alameda): Seguro azar del toreo. México, Salamanca ediciones, 1983. 92 pp. Ils., retrs., facs., p. 7.
►Los escritos de José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de nuestra nueva sección “10 opiniones 10” y en su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección:
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