“Ésta es la grandeza: jugamos con la muerte, pero con la muerte de verdad, no como en el teatro. Los toros matan. Dos bautizados con la «N» nos han cogido: «Navegante» ha herido a José Tomás y a mí me prendió «Nevado».
Los toreros creamos arte arriesgando el físico. Todos los que se ponen un vestido de luces merecen mi respeto”.
En estos términos concluía un sincero artículo de Jaime Ostos, publicado a raíz de la gravísima cornada que sufrió José Tomas en Aguascalientes (México). Vio la luz el 27 de abril de 2010 en las páginas del diario ABC y todo él resulta conmovedor, por la cruda realidad de su propia experiencia.
Pues esa realidad tan dura la hemos vivido de forma reiterada, como en pocas ocasiones, en este verano taurino que ahora camina los primeros días del otoño. Tanto que bien se le podría aplicar la literalidad que en su día expresó Ernest Hemingway en su célebre libro sobre aquel agosto de 1959. En unas versiones figura como “El verano peligroso”, otras como “El verano sangriento”. Ambas reflejan lo que ha sido este pasado verano.
Como bien saben los aficionados, hay cornadas que arcan mucho, como son las que en el argot se denominan “cornadas de espejo”, porque su huella queda bien a la vista en todo momento. Ha habido muchas, desde la de Pepe Luís en Santander, hasta la de Padilla en Zaragoza.
Según algunos cronistas, a la greña estadística con Luis Freig andaba el gran Diego Puerta, que a lo largo de su carrera reunió 54 cornadas[1], de las que una quincena fueron de gravedad. Pero como se escribió en el ABC de Sevilla, “nunca se amilanó por los percances y cada vez que regresaba a la arena lo hacía con mayor fuerza, valor y pasión”.
En el pasado mes de agosto se vivieron momentos de angustias duras. Tremendo era el parte médico de la cornada de Thomas Joubert en Bayona, pero también momentos muy complicados vivieron Manuel Escribano y David Mora, con cornadas de importancia en plazas mal dotadas con Enfermerías móviles. Pero no fueron precisamente los únicos que pasaron por la manos providenciales de los cirujanos. Ahí está el caso dramático, que ahora parece caminar con mayores esperanzas, de Paco Ureña en Albacete. Poca cosa parecía el percance de Román en Bayona y luego resultó que llevaba una cornada con tres trayectorias importantes.
La lista completa resulta interminable. Diego San Román en Nimes, el banderillero Vicente Varela en Villacarrillo, Pepe Moral en Nimes, Paul Abadía “Serranito” en Huesca, el novel Gómez Valenzuela en Navas de San Juan, Javier Cerrato en Tudela, Guerrita Chico en San Buenaventura de Moraleja (Cáceres), Manuel Jesús “El Cid” en Las Ventas … Y nada digamos del muy serio percance que había sufrido Manolo Vanegas en el coso de Ledesma cuando toreaba un toro a puerta cerrada. Así se podría seguir hasta el escalofriante momento que el viernes se vivió en Las Ventas con Fortes, cuando estuvo a merced de su enemigo unos minutos interminables y angustiosos.
Incluso entre los propios profesionales parece como si se quisiera restar relevancia a los percances. Con acierto muchas veces ha repetido Emilio Muñoz en el Canal Toros`+ que, aun valorando lo que tiene de gesto, un torero herido no debiera resistirse a ponerse en manos de los médicos. En la mayoría de los casos es una imprudencia. Pero también es cierto que, para quien no está en los secretos del toreo, que son los más en muchas plazas, es como decirles que aquello que acaban de presenciar no ha sido nada. Sin embargo, ha sido una de las grandes verdades del toreo,.
Y es que, por más que se repita nunca pierden actualidad las palabras de “Manolete” en el célebre banquete de Lardhy, cuando los intelectuales de la época le invitaron “a ser nosotros y reconocemos el arte de torear con la misma categoría estética que otras Bellas Artes”. A lo que el Califa contestó sobriamente con una gran verdad: "Yo soy vosotros, pero en mi creación hay algo más: la muerte verdadera, por lo tanto me diferencio en un matiz que me hace distinto".
Con otras palabras ya nos lo dijo Rafael Alberti, recogiendo su experiencia la tarde en la que Sánchez Mejías hizo que formara parte de su cuadrilla en la plaza de Pontevedra. Él lo describió así: "Con cierto encogimiento de ombligo desfilé por el ruedo, entre sones de pasodobles y ecos de clarines. Después… ¡Oh! Cuando el primer cornúpeta, tremendo y deslumbrando, se arrancó, pasando entre las tablas y mi pecho, comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero".
Por eso, hay que ser muy hombre para reconocer, como en su día hizo Emilio Muñoz en sus declaraciones a “ABC”: “Después de las muertes de Paquirri y Yiyo, me retiré porque empecé a darle vueltas a la cabeza y tenía claro que un toro me iba coger y me iba a matar”. En estos días es un novillero que empieza, Carlos Ochoa, con tan sólo 10 festejos a la espalda, ha venido a reconocer lo mismo, cuando ha anunciado a seguir en los ruedos, porque "no estoy dispuesto a jugarme la vida".
Nada de este anda en el camino de la falta de hombría, sino de la más pura sinceridad al reconocer los riesgos verdaderos en los que se mueve un torero, incuso cuando anda entrenando en el campo. Como en su día se escribió en estas mismas páginas, “el toreo, siempre y en todas las circunstancias, no es juego, es la verdadera conjunción de un arte nacido sobre la base un riesgo cierto. Ahí radica su grandeza y su pervivencia en la historia. También en épocas como las actuales, en la que hasta los propios toreros muchas veces parecen empeñados en desmitificar el misterio profundo de este oficio”.
En suma, sin tragedias como las Talavera o de Linares, sin Colmenar o sin Pozoblanco, sin Teruel o sin Aire-sur-l´Adour, el toreo también seguirá siendo una cosa muy grande. En el fondo, porque en el platillo de un ruedo se concentra, a pesar de todos los pesares, demasiada verdad. Y ocurre así porque allí se conjuntan dos elementos definitivos, como son la creación de un Arte y el riesgo cierto al que se expone quien lo crea cada vez que hace el paseíllo. También en una plaza de carros. Ahí radica toda la razón de ser de la magnitud del toreo.
[1] Como se documenta en el libro “Diego Puerta. Arte, valor y casta de un torero de Sevilla” (Sevilla, 2012), el total de percances fueron 56, si se añaden los sufridos en el campo: en 1957 en la ganadería de Miura y en 1961 en la de Quesada.
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