Las crónicas de José María Requena sobre la muerte de Juan Belmonte vieron la luz en el diario bilbaino “La Gaceta del Norte”, en aquella época uno de los periódicos líderes en el conjunto de la prensa española. Su desaparición antes de que la prensa escrita entrara en la era digital. Hace que sus contenidos tan sólo se puedan consultar presencialmente en algunas hemerotecas, lo que supone una dificultad importante. Ahora los responsables de la web www.josemariarequena.com y Jacinto Requena, uno de sus hijos, han tenido la amabilidad de facilitarlos el texto íntegro de las dos crónicas que este gran periodista firmó con ocasión de este triste acontecimiento
La Gaceta del Norte, 10 de abril de 1962
El triste fin de la vida de Juan Belmonte
SEVILLA. Crónica de nuestro enviado especial, José María Requena.
Acababa de derribar unas cuantas vaquillas en su finca "Gómez Cardeña" y, por lo visto, según se decía, había terminado su vida con los botos camperos puestos, de un ataque al corazón, cansado de emociones y de años. Era la consideración lógica y admirativa. Pero no. El torero valiente había dejado de serlo en un día ya muy avanzado de su vida. Sus setenta años habían podido más que las tarascadas de la vida y se dio por vencido. Quizás -y así deseamos que haya sido- que el héroe de la fiesta brava llegó a perder el dominio de los nervios y del pensamiento. Regresó de la dehesa. Se despidió del mayoral que le había acompañado hasta la puerta frontera del caserío, y se quedó a solas. Nadie más que él sabría decirnos las amarguras y los recursos que le movieron a la terrible e inaceptable decisión.
Pero las palabras sobran. Una pistola del 6,35 cortó la trayectoria rotunda del héroe y el símbolo. En fin, confiemos en el Dios de la misericordia. Don Juan Belmonte, siempre fue un hombre bueno, audaz y generoso. El difunto Rafael, "El Gallo", hubiera podido retratar su grandeza de corazón, con esas cuantas pocas palabras que nacen del auténtico agradecimiento.
Qué penoso final el de don Juan Belmonte.
Horas antes de saber cómo había muerto don Juan Belmonte, llegué a la finca "Gómez Cardeña", situada a 45 kilómetros de Sevilla, a la orilla izquierda de la carretera que lleva a Jerez, y dentro del término de Utrera. 3.000 fanegas de terreno son presididas por uno de esos caseríos blancos, de ventanas verdes, en que los cortijos andaluces esconden verdaderas mansiones señoriales.
Atravieso una arcada y me encuentro en un jardín con limoneros y palmeras bajas. En el vestíbulo, una chimenea con la leña íntegra, dispuesta ya para un invierno del porvenir. Y en la repisa, una fotografía de Charlie Chaplin, cara de 25 años. En una hornacina, de treinta a cuarenta libros, algunos en inglés -Belmonte lo entendía-. Y la Ilíada de Homero, y también los "Recursos de la astucia", de Pío Baroja.
Y cuadros, toros pintados en lienzos pequeños y varios carteles enmarcados. Pero en ninguno de ellos aparece don Juan Belmonte.
Y del vestíbulo paso a un salón amplio, de por lo menos ocho metros de largo por cuatro de anchura. Al entrar, de frente, como impresionando al visitante, está el famoso retrato de cuerpo entero que le hizo Zuloaga, al revolucionario del toreo. Allí está el diestro sevillano, con bastante menos de 30 años, empinando la figura y adelantando el mentón hacia los tendidos, como en un desafío de triunfo, mientras sostiene el estoque sanguinolento, como un silogismo de genialidad
El periodista se imagina que en este salón tan grande y sin embargo tan acogedor y entrañable, debió pasar el torero muchas nostalgias, muchos pesares.
Y allí, muy cerca de allí, en la dirección que apuntaba el mentón joven y seguro del Belmonte de Zuloaga, estaba don Juan quieto ya, con el moreno del mucho ir por el campo en intensa amistad con el sol.
Juanito Belmonte me recibió con mucha amabilidad. Los años no pasan por él. Sigue teniendo tipo de novillero. Le pregunté varias cosas. Entre otras, por el número de nietos que dejaba su padre.
–Nueve nietos, y ninguno sale torero. Y era la obsesión de mi padre. Alguno ha empezado a apuntar algo, pero nada. ¡Mira! Aquí tienes a éste, buen tipo de novillero, pero nada -me dijo señalando a Juan Carlos Beca Belmonte, que tendrá diecisite o dieciocho años. Al muchacho se le nota en el perfil un algo de su abuelo. Pero es rubio.
Sigo conociendo la casa por dentro. Juanito me la enseña. Sólo una cabeza de toro hay en este palacio campero. Y, para colmo, esa cabeza de toro de Parladés estaba ya en la finca cuando, allá por el año 1934, la compró el torero que ahora ha muerto.
–¿En su piso de Sevilla -le pregunto- tampoco tenía don Juan cabezas de toro matados por él?
–No, pues no. Ni una sola cabeza -me contesta Juanito, como recapacitando por vez primera sobre este extraño hecho de que un torero histórico careciera de trofeos tan lógicos.
Y así llegué hasta la puerta posterior del caserío, la que da a la gañanía y a las cuadras. Diego Mateos, el mayoral, no se mostraba muy explícito en un principio, pero después fue explicando:
–Llegó de Sevilla sobre las doce de la mañana del domingo. Ensillé su jaca "Maravilla" y nos fuimos a derribar vacas. Don Juan estaba satisfecho. Derribó ocho o nueve y se mostró muy contento de ver cómo reaccionaban los animales.
–¿Qué conversación le dio?
–Ninguna que no tuviera que ver con la faena que traíamos entre manos. Ya sabe usted que no era hombre de muchas palabras.
Diego me enseñó a continuación la jaca "Maravilla", de cola larga, alazana, con doce años muy hermosos y todavía inquietos.
-¿Cuántos años tiene usted, Diego? -le pregunto al mayoral.
–Ayer mismo, el domingo, cumplí los 45, ¡Fíjese usted qué cosa! -dice meditando, mientras mira las piedras del patio.
Y en los ojos enrojecidos por el llanto y el sueño brinca el brillo de una lágrima. No quiso decir más Diego… Y partimos hacia Sevilla, hacia un imperio del toreo que tan gozosamente se sabía representado por la silueta extraña y famosa de un hombre que ya no es.
►De acuerdo con su época, al final de la anterior crónica el periódico añadió una”Nota de la redacción” que decía:
La Gaceta del Norte, 11 de abril de 1962
Los restos de Belmonte fueron enterrados en el cementerio de San Fernando de Sevilla
SEVILLA. Crónica de nuestro enviado especial, José María Requena.
En voz baja y respetuosa se hacían comentarios sobre su forma de morir. "Una mala hora… uno de esos clásicos golpes de angustia, que ponen neblina en la frente y en la conciencia…, un loco torbellino de sabe Dios cuántas ideas fijas, que martillean en las sienes…"
El médico que atendía los últimos achaques del torero clásico, certifica que a consecuencia de la arterioesclerosis, sufría frecuentes y hondas depresiones nerviosas. Y que cuando se encontraba en la plenitud de una de estas crisis, quedaba hundido en un abatimiento enorme.
Los íntimos del torero histórico no acaban de explicarse subjetivamente su final trágico. Antes y después de los funerales se repetían referencias exactas sobre sus devociones cristianas.
Sí. Debió ser un momento ciego, en el que don Juan Belmonte no era del todo don Juan Belmonte.
A hombros fue llevado el cadáver de don Juan, desde el Sagrario de la Catedral hasta la misma puerta de la plaza de la Maestranza. Y ante aquel torcal grande y cortijero, de piedra morena y cal estallante de sol, colocaron el féretro en el suelo. Y a los cinco minutos, de silencio, lo levantaron como si le sacaran a hombros del redondel mismo, en un profundo intento de revivir una de aquellas tardes apoteósicas del hombre que les había conquistado terrenos a los toros, con la estrategia tremenda de irse acostumbrando a las cornadas.
Al coche fúnebre que se llevó los restos de don Juan Belmonte hasta el cementerio de San Fernando, no se le veía el negro, de tanta corona grande y cordial como llevaba encima.
Y así, poco a poco, resucitando historia taurina de la buena, por las calles sevillanas fue don Juan hacia la tierra. Barrio de la Alameda, calle Feria, la de su nacimiento… y adiós al arco de la Macarena.
En el cementerio sevillano, reinaba la primavera: don Juan Belmonte iba por los mismos caminos ya recorridos por Joselito y Rafael. Y en un paisaje de cruces blancas y rosales gozosos, fue enfrentado el féretro negro de don Juan, con el mausoleo verdoso y conmovedor donde descansan don Joselito y su hermano don Rafael.
Y a menos de cien metros de los "Gallos" recibió sepultura el torero trágico. Los "padrenuestros" y las "avemarías" finales que se rezaron allí al filo de su fosa, fueron muy bien rezados, muy con la esperanza puesta más allá del cielo azul en que aquella hora -la una y media de la tarde- estaba prodigiosamente azul, casi tan de ese azul que deben tener las cuartillas donde el amoroso Juez de las alturas debe expender sus paternales indultos de misericordia.
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