“Tempus fugit”, que diría el latino. O lo que es lo mismo en la lengua de Cervantes: el tiempo huye, el tiempo se escapa entre las manos, el tiempo vuela sin que casi nos demos cuenta. Bien parece que el clásico Virgilio, que lo adaptó a su lenguaje poético, como la versión original que dejó escrito Job en su libro del Antiguo Testamento, estuvieran entreviendo lo que muchos siglos después iba a ser la historia del toreo.
Hoy estás completamente arriba, pero mañana te pueden sentar en el banquillo de la suplencias, sin que medien motivos proporcionados. Es como una ley inexorable. ¡A cuántas figuras de esas de estar en todas las ferias se les ha visto luego desaparecer del panorama…! En unas ocasiones se debió a una cornada inoportuna –¿acaso se da alguna que sea oportuna?–; en otras. la discusión con unos empresarios; en otras, sencillamente, la pérdida del favor de la afición… Cualquier coyuntura justifica ese paso a un segundo nivel.
En el toreo siempre se dijo que “el toro pone a cada cuál en su sitio”. Pero el autor de este dicho no matizó que ese concepto del “toro” no necesariamente se refiere al susodicho “bos primigenius” que es el centro de todo este mundo tan apasionante; para quien aspira a ser figura del toreo, pero también para quien anda sus primeros pasos en ese camino, el término de “toro” que da y quita adquiere muchas otras significaciones por analogía. Una administración inadecuada, una distracción ocasional en lo que exige siempre los cinco sentidos… Ese otro “toro” tiene en la realidad mil caras, todas las cuales te ponen en el sitio, bien que no es precisamente el lugar y la condición a la que se aspiraba.
En base a este razonamiento se entienden mejor los vaivenes que se producen en los escalafones taurinos. Y resulta irrelevante a cuál de ellos nos refiramos. En todo lo alto del candelero estaban ganaderías como Núñez del Cuvillo o Torrealta, con las figuras peleándose por ella, hasta que llegó el día en que dejó ser así. En pleno apogeo se encontraba, si nos remontamos años atrás, un matador de toros después de haber salido triunfador de Madrid, hasta que le montaron su encerrona de fin de temporada en Las Ventas y el globo se desinfló; ni a propósito –¿o quizá sí?– se le pudo organizar peor lo que quería ser su consagración. Y nada digamos de ese novillero que llega arrasando y cuando adquiere el grado de matador de toros deja de ver un pitón, salvo en las fotos.
Por todos estos toros las profesiones taurinas han sido históricamente tan complejas y tan difícil el triunfo duradero. En el fondo, ahí es donde se marcan los linderos entre los toreros históricos y quienes han sido más sencillamente simples triunfadores de su momento. Cuando, por ejemplo, se habla de cómo José y Juan marcan la edad de oro del toreo, lo que se está diciendo en el fondo es que supieron y pudieron ganarle la pelea a todos esos “toros”, salvo al que esperaba a “Gallito” en Talavera. Otro tanto cabe decir de las posteriores generaciones que engarzan con Marcial Lalanda, con Chicuelo, con Manolete, con Pepe Luis, con Antonio Ordóñez… Esto es: los que además de alcanzar el éxito, dejaron huella en el arte del toreo.
Como es natural alcanzar estos estadios exigen sus tiempos propios. Por lo general se les reconoce cuando ya han dejado los ruedos y la perspectiva de la época matiza todos los contraluces que se dan en la Fiesta. En el fondo se hace necesario dar tiempo al tiempo. Un viejo amigo, algo exagerado en sus observaciones, lo fiaba muy largo; cuando se hablaba de un torero que venía pegando fuerte, al preguntarle por su opinión sobre esa figura emergente respondía invariablemente: “Cuando haya salido ocho o nueve veces por la Puerta Grande de Madrid y por la Puerta del Príncipe, ya hablaremos”.
Y es que lo mismo que un “picazo” del conocido como ”periodo azul” se diferencia de otro de la etapa cubista, también al torero hay que irlo valorando en su dimensión de acuerdo con sus propios tiempos de maduración y asentamiento. Por volver aun ejemplo que puede ser emblemático, nos encontramos con un Juan Belmonte juvenil y arrollador de la razón y otro ya asentado en el trono compartido del toreo. Pero sin la etapa de la Corta de Tablada no se habría dado su colosal diálogo con Joselito; al final, el grandioso trianero pasó a la historia como la suma de todas esas etapas.
Por toda esta dinámica compleja resulta tan difícil establecer la verdadera dimensión de un torero cuando anda de plaza en plaza. Se podrán valorar sus condiciones y sus conocimientos, pero ni aún sumando esos dos factores se obtiene el resultado que al final será definitivo. Ahí radica, creo yo, la grandeza del toreo como Arte, un acto creativo que en nuestro caso nace con la fugacidad de lo instantáneo, de lo irrepetible de ese tiempo que se nos escapa entre las manos.
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