Raro será que en estos días no vuelva a plantearse la polémica –falaz, a nuestro modo de ver— en torno a eso que con tono despectivo se viene en llamar “el toro de Sevilla”, que en lenguaje de alguno se viene a confundir con ese sofisma del toro “armónico y bonito” que en realidad es un modo de encubrir otra realidad muy diferente, la del toro sin el trapío necesario.
Pero si no andamos muy equivocados, en Sevilla lo que la afición pide es ese toro que responda a las señas morfológicas de su encaste, no ese otro toro fuera de tipo que todo lo fía a la romana. Hay que ser ciegos para no advertir que quienes se sientan en los tendidos maestrantes disfrutan con el toro en toda su pujanza y que admiran la construcción de un animal que, con los componentes indispensables del trapío, presente una estampa que sea bella. Concluir de ahí que lo que se trata es de echar al ruedo un toro sin respeto, sin cuajo, ni remate, es llegar a una conclusión equivocada.
Otra cosa será, como es lógico, lo que lo que los entresijos taurinos pretendan lidiar y que, en ocasiones, la permisividad de los equipos presidenciales dejen colar de forma vergonzante en los chiqueros.
Pero no confundamos una cosa con la otra. Porque cuando los representantes de la autoridad transigen con ese otro toro, no lo hacen en nombre, representación y, mucho menos, en defensa de la afición, sino en el suyo propio, por error o por otras causas.
Por eso, con asombro hemos oído en estos días dos comentarios, que procedían de personas teóricamente autorizadas en la materia, pero que nos han parecido, dicho sea respetuosamente dos disparates. El primero se refería a las dimensiones del ruedo de la Maestranza: si el ruedo se achicara –venía a decir–, el toro parecería mayor; el segundo se centraba en lo inapropiado que en la feria de Sevilla se lidien corridas de ganaderías del corte de la de Dolores Aguirre, que están muy bien para Pamplona pero que no encajan en esta orilla del Guadalquivir.
El comentario primero no se sostiene, se mire por donde se mire. Para quien tiene un mínimo criterio taurino, el trapío de un toro no depende del espacio de referencia en el que se encuentre, sino que es algo que responde a criterios perfectamente identificables.
El segundo no deja de ser una boutade, probablemente nacida del mal juego que el otro día dieron los toros de la ganadera bilbaína, pero carente de todo fundamento. En Sevilla se disfruta como en pocos sitios con el toro auténtico. Por eso las palmas suenan tan bien cuando uno de ellos salta al ruedo. Pero es que, además, por esa regla de tres habría que prescindir de Victorino, de Miura, de los “pedrajas” de Guardiola –como en las añoradas corridas del lunes de resaca— , o de los del conde la Maza, por ejemplo. Toros del corte de los de Dolores Aguirre claro que se pueden admirar en la Maestranza. Que un día determinado, como en esta ocasión, salga un encierro infumable es, ganaderamente, un accidente, pero nunca una categoría incompatible con una determinada afición.
Lo que ocurre es que la sensibilidad sevillana conviene entenderla en toda su extensión. Puede admirarse al toro íntegro, pero puede admirarse al mismo tiempo un toreo de empaque y profundidad aunque el toro responda menos a a ese otro criterio. Entender que ambas comprensiones constituyen comportamientos incompatibles entre sí, no deja de ser un reduccionismo que no conduce a ningún sitio.
Y es que, en el fondo, en todo este debate lo que subyace es una forma de entender la sensibilidad y el sentimiento. En Sevilla, tierra pausada taurinamente, que sabe esperar con espíritu senequista al momento cumbre, se entiende de lo uno y de lo otro. Como más se disfruta es cuando ambos conceptos se aúnan. Que se lo pregunten a El Tato y su recordada corrida de Victorino, por ejemplo.
Pero cuando no coinciden, no por eso se echa la tarde a beneficio de inventario, por al sencilla razón de que a la plaza se va sin juicios predeterminados, sino con la sana curiosidad de dejarse sorprender. Pero vivir al hilo de la sorpresa no quiere decir que haya que llamar blanco a lo que es negro; es, sencillamente, una actitud, un modo de entender el arte del toreo, de admirar todo aquello que esté bien concebido y mejor realizado, lo haga quien lo haga. Y mucho menos supone dar por bueno lo que, al final, no es más que una triquiñuela fabricada en las cocinas, tan poco ventiladas, del taurinismo.
0 comentarios