Hoy que el volcán Puyehué sigue lanzando desde la Patagonia esa impresionante cantidad de cenizas, tras su despertar violento, y que mucho daño ha causado en la población de esas regiones a las que Mario Benedetti les otorgó la favorable virtud de que “el sur también existe”, el tema viene muy a modo no sólo por lo de la lluvia de cenizas, sino por la lluvia de… cojines que van a ver ustedes a continuación, a partir de unas fotografías que he elegido para ilustrar la presente sección.
Y va la primera.
Una auténtica “lluvia de cojines”
La plaza es la del “Progreso”, en Guadalajara. Año de 1944. La tormenta de cojines se encuentra en su peor momento. Claro, ya no son las épocas en que los cosos taurinos, de madera en su mayoría, nada más ocurriera un incidente de las proporciones al que ocurrió en la perla de occidente, suficiente motivo para destruirlas, quemarlas o despedazarlas, hasta que no quedara tabla sobre tabla. Los públicos de finales del siglo XIX en verdad que eran otra cosa. La reacción era de furia, de un descontento que rayaba en lo irracional.
Cincuenta años después, y en una tarde tan aciaga con esta, la afición tapatía despotricaba contra el diestro Luis Procuna, quien había sido causante del desaguisado, al punto de que la policía tuvo que intervenir antes de que aquello tomara proporciones más peligrosas.
Aquí tienen ustedes al “culpable”, “yéndose del mundo”, colocando intento de estocadas a paso de banderillas, entre pinchazo y pinchazo, soportando la bronca en el centro del ruedo, ya fuese armado o desarmado que la cosa en esos mismos instantes era lo mismo. Los aficionados todos se encuentran de pie mientras los demonios andan desatados igual en sol que en sombra. No fue el único “Mítin” de un Procuna que en buena parte de su trayectoria se caracterizó por iluminarla con ocurrencias como las que se aprecian aquí. No sé si terminó en la cárcel, o con una fuerte multa, el caso es que debe haber salido de Guadalajara por aquellos días, con cajas destempladas.
Así eran ciertos toreros, como Joaquín Rodríguez “Cagancho”, Luis Castro “El Soldado”, Lorenzo Garza. Así era también de sorpresivo, o ¿descarado? el Procuna que también fue conocido como el “Berrendito de San Juan”. Si deliberada o intencionalmente provocaban una bronca, eso era propio de la decisión en que ocurría la puesta en escena. Yo creo que ningún torero piensa en eso. Puede ser que se provoque por circunstancias que se van dando sobre la marcha. Ninguna tarde de toros puede preverse ya que cada uno de los sucesos se definen o se deciden en función de las distintas ocurrencias que suceden conforme el toro se encuentra en el ruedo. El torero sí, tiene como propósito dar una buena tarde, triunfar, quedar bien con sus seguidores, convertirse en el ídolo de esa jornada, pero si ante ellos se presenta un momento crucial, en el que se toman decisiones no previstas, están sujetos a soportar extremos como el de una rechifla, una bronca, una cojiniza, la multa… la cárcel. O lo que es peor: salir de la plaza en medio de un silencio sepulcral, ignorados por el “monstruo de las mil cabezas”.
Procuna tuvo esa –la llamaré “virtud”- y le salía muy bien. Ya está dentro, pues ahora hay que consumar la escena. No queda de otra, y si además se puede desarrollar con toques de un hechizo alucinante, de un vértigo cuyo único lindero es el caos, ese momento alcanza entonces dimensiones inauditas, reprobables, sí. Pero permisibles en la medida en que el torero-actor ya fue capaz de provocar la ruptura del orden, el cual debe conducirse en medio del absoluto dominio de un papel que logrará que se apacigüen los ánimos o que estos se pierdan entre gritos, insultos y la violencia, sin más.
Como hemos podido apreciar, Luis Procuna fue único en esos precisos momentos, se inmoló así mismo, ya no le quedaba de otra, pero armó el “mítin” que el tiempo se ha encargado de desaparecer y un servidor de traerlo hasta aquí, para resurgirlo, recordarlo, recrearlo.
Suerte en desuso para los toreros.
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