Dice el canto fúnebre que “la muerte no es el final”. ¡Qué claro tenían esto los antiguos! Las grandes pirámides de Gizeh, las imponentes capillas catedralicias del gótico o los enormes mausoleos renacentistas son pruebas de que esa máxima que entona la canción castrense es tan vieja como el propio hombre.
Esas grandes construcciones funerarias eran exclusivas; solo podían tenerlas los faraones, los emperadores, los Papas… Solo las personas importantes para el pueblo; sus héroes o sus guías. Y eso no ha cambiado. ¿Qué son los toreros sino héroes de su tiempo?, ¿guías del devenir torero propio de la Fiesta?. Y como siempre pasa, los héroes casi siempre son recordados.
La prueba más evidente de esto es el monumento funerario que Mariano Benlliure le dedicó a Joselito “El Gallo”. Irregular en sus formas y en sus ángulos, el monumento nos muestra a un pueblo dolido, envuelto en el duelo por la muerte de quién marcó una época, no solo en el toreo, sino también en la sociedad. Están representados en él casi todos los elementos sociales de la época; los hombres sombrero –de ala ancha – en mano, las mujeres con el pelo recogido, un mantón sobre los hombros y las flores para dejar a los pies del difunto. Los niños, que acompañan a los mayores, también se duelen por la muerte del que a buen seguro era su héroe de niñez. Todos ellos son la representación viva de una sociedad que despide a su hombre, todos ellos portan el lecho en el que Gallito –tallado en mármol blanco– descansa. Algunos de los portadores, miran al cielo, otros al suelo… todos ellos saben que un grande ha muerto y todos quieren despedirle.
La tumba, que tantas visitas acumula cada año en el Cementerio de Sevilla, no es más que un reflejo de lo que fue el duelo por su muerte. Y es que a las 10 y media de la mañana del día 21 de mayo se celebraron los funerales solemnes en la catedral de Sevilla, rompiendo así una tradición, dado que el templo catedralicio tan solo se había abierto a funerales de quienes eran canónigos, grandes de España, ministros de la Corona, Príncipes o Reyes. Pero se abrió para Joselito. Además, se usaron a mayor solemnidad los ornamentos guardados para el Viernes Santo, mientras se cantaba la gran Misa de Eslava.
Hubo su polémica por estos hechos excepcionales. A este respecto, el escritor y canónigo –excelente escritor, además– Juan Francisco Muñoz y Pavón publicó un extraordinario artículo en "El Correo de Andalucía" del día 20 en el que, frente a los críticos, se pronuncia rotundo acerca del por qué había que romper esta tradición y ceder el templo metropolitano para las exequias de Gallito, un artículo que hasta motivó que se le tributara un homenaje a su autor.
"Cualquiera os entiende piadosísimos varones –escribía Muñoz y Pavón– , Llegáis en vuestra democracia a rendir parias a la memoria del torero muerto y ponéis como chupa de dómine al Cabildo porque es tan <demócrata> que hace sufragios por un fiel que ha pasado a mejor vida en comunión con la Iglesia. ¿O es que va nuestro Cabildo a guardar estos funerales para cuando muera un político enemigo de Jesucristo y de su Iglesia y venga la Real Cédula de ruego y encargo? La Real Cédula, en el caso presente, la ha expedido el pueblo y la familia doliente, y el Cabildo no ha hecho más que darle curso".
La muerte de Manolete fue, sin duda, uno de los movimientos y concentraciones más grandes y de mayor carga emocional de su tiempo. Todos los cordobeses salieron a la calle para despedir al ídolo, pero no menor impacto se produjo en el resto de España. La secuencia de su muerte, que toda España vivió minuto a minuto, tuvo un fiel reflejo en la magnitud del duelo que siguió a la tragedia de Linares, con aquel entierro tan solemne cruzando las calles de su Córdoba natal, con el marqués de la Valdavia presidiendo el duelo, en representación del Estado.
El diestro que halló la muerte en Linares reposa hoy en un monumento funerario muy parecido al de algunos Papas renacentistas. Pero antes que eso, en una tumba que refleja muy bien su propia personalidad. El hijo de Doña Angustias descansa sobre un lecho con las manos entrelazadas en el pecho, todos ello de mármol. Un Crucificado agónico, un auténtico Varón de Dolores, reposa su sueño. Justo debajo de Él, un relieve de la Virgen vigila que los extraños no perturben el plácido dormir del matador. Una mezcla de mármol blanco, con piedra de tonos oscuros – negro y gris – nos muestra el luto de un país, la esperanza de un descanso y el cariño de todo un pueblo.
Uno de los más espectaculares monumentos funerarios es el de Francisco Rivera “Paquirri”, también en el Cementerio de Sevilla, cerca de Juan y de José. Su estilo nos recuerda al deshilachado y genial Benlliure en su monumento a Gallito. Pose torera donde las haya, Paquirri también fue torero de época, de los que marcó época. Un desplante, si es torero, es con gracia, y Paquirri de eso tenía a raudales. Estoque en mano y con la pierna adelante, nos recuerda la mejor imagen del torero, que con descaro tentaba a los toros, parecía gritarles: “Aquí estoy”. Y en el fondo eso es lo que grita a los que contemplan su estatua: “Aquí estoy”.
Siguiendo una tendencia de algún modo similar, esto es: de exaltación de la figura del torero, Luis A. Sanguino inmortalizó la figura de aquel jovencísimo José Cubero "Yiyo", muerto en Colmenar Viejo. Esa especie de torro casi alado, con una paloma sobre su mano, se localiza en el madrileño cementerio de la Almudena, muy próxima a la de Lola Flores, obra de Santiago de Santiago.
Otros ejemplos de lo que se pueden localizar por los cementerios españoles es el de Florentino Ballesteros, torero aragonés alternativado por Joselito, que murió en el ruedo de Madrid el 22 de abril de 1917. Enterrado en un nicho del cementerio de Torreros, 40 años más tarde y por suscripción popular y una corrida extraordinaria organizada para tal fin, en marzo de 1958 sus restos mortales fueron trasladados a un panteón de nueva construcción, diseñado por el arquitecto Marcelo Carqué y el escultor Ángel Bayod.
Una columna estriada y truncada preside la tumba, como símbolo de una juventud interrumpida. Bajo una gran cartela, descansa el delicado busto del torero, vistiendo la chaquetilla de luces, modelado por el escultor Domingo Ainaga. Un magnífico retrato, en el que destaca el rostro sereno del torero. Bajo el busto, la montera boca abajo y el capote de paseo floreado, desplegado como un abanico, cubriendo el túmulo funerario. A los pies del túmulo, un sentido epitafio: "El nombre del artista y la afición permanecen unidos". La tumba de Ballesteros se encuentra a apenas unos pasos de la del otro joven torero aragonés malogrado, "Herrerín". Aquella rivalidad entre ambos toreros, que tanta pasión despertó en los aficionados de entonces, parece tener vocación de eternidad.
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