Suele ocurrir en todas las temporadas. Así que llega el otoño, cuando se comienza a añorar que vuelva pronto la primavera, en el mundo taurino salta un tema para la controversia, que cuando menos nos tiene entretenido en estos largos meses. El año pasado fue el G-10 y sus derechos de imagen; el actual, lo mismo, pero en sentido contrario. Pero antes fueron otros y probablemente así ocurrirá cuando en el 2013 se baje la persiana. Se ve que los profesionales y los aficionados no pueden permanecer inactivos, mientras que las plazas se encuentran cerradas.
En esta ocasión, mientras la Comisión Wert entra en el tramo final de sus trabajos asesores y los toreros hacen lo que va quedando de las Américas, salta a la palestra, junto al tema de los números taurinos, el caso de las figuras agrupadas en torno al llamado G-10, que encierra bastante más que un simple conciliábulo entre unas cuentas figuras para defender su status.
Primer supuesto: Si el G-10 no fuera el malo malísimo de esta película, ¿a quien le colocamos el marrón de la situación actual? Segunda hipótesis: si los derechos audiovisuales no resultaran ser el problema crucial que nos acecha, ¿de que percha colgamos toda la controversia de esta pasada temporada? Tercer escenario: si el G-10 ha durado lo que se dice 10 minutos, ¿es que resulta de toda imposibilidad que los toreros mantengan una mínima estructura profesional que los represente y defienda? Caben más opciones dentro de las posibles, pero dejémoslas ahí, por no enredar más la situación.
El G-10 como problema y como realidad
Ahora parece como si todos sus protagonistas adjuraran de la iniciativa que tomaron al crear el G-10. Hasta un cierto exceso se da a la hora de valorar críticamente lo ocurrido. Tampoco es para tanto.
El G-10 ha concluido por causas naturales, no porque en sí mismo fuera intrínsecamente malo. Diez gallos de pelea en un mismo corral nunca fueron una reunión pacífica. Los creadores de arte –como los definiría Simón Casas—casi de forma necesaria tienen que ser profundamente individualistas. En los Anales de la Fiesta se comprueba que siempre fue así. Pero en otras manifestaciones del Arte comprobamos lo mismo; no es patrimonio exclusivo del toreo.
Con todos los errores que se le quieran adjudicar, la reunión de quienes hace un año encabezaban el escalafón encerraba elementos positivos. Por ejemplo, tratar de colocar a los toreros en el lugar que les corresponde, después de haberse dejado comer demasiado terreno, como fruto de la actual organización de todo lo taurino, un mundo en el que mandan los que más fuerzas reúnen, no los que más razones aportan para hacerlo.
Sin embargo, aquel intento tuvo dos problemas desde sus inicios. El primero y principal, que no definió claramente sus límites y sus relaciones con la Unión de Toreros, intento de unificar corporativamente a la profesión promovido prácticamente por los mismos protagonistas y que no obtuvo el respaldo suficiente entre los restantes compañeros, sino que más bien provocó rechazos. El segundo, que a propósito o de forma inadvertida, que a estos efectos da igual, se polarizó todo en torno a los derechos audiovisuales, cuando se trata de una materia que no al conjunto de la profesión afecta por igual, ni mucho menos constituía el problema central.
Pero llamándose G-10 o sin llamarse de ningún modo, el papel social de quienes mandan en cada momento en los escalafones resulta necesario para la Fiesta. Es una realidad histórica que se siempre han sido los que en cada momento eran figuras los que tenían la necesaria capacidad de convocatoria y convicción para alcanzar de los poderes públicos y privados aquellas reivindicaciones, de las que luego se deberían beneficiar todos los demás. Lo hicieran corporativamente o lo hicieran cada cual por su lado. Y así ocurre –y se trata de un dato no sólo anecdótico– con ese derecho a foto que tan crucial y condicionante resulta para que quienes tienen responsabilidades públicas te hagan un poco de caso.
Como en cualquier otra profesión, también en el toreo quienes ocupan posiciones de privilegio tiene que asumir unas ciertas responsabilidades intrínsecas para con los demás. A ellos les corresponde, tirar de ese carro de los problemas y las reivindicaciones, de ser la voz que más se oiga en estos empeños.
Ahora que el G-10 pasa página, es momento de recordarle a quienes encabezaban la profesión hace un año y a quienes les han sucedido ahora que sus responsabilidades no han terminado. Habrá sido una fórmula fallida, o a lo mejor es que no se necesita de ninguna organización elitista. Pero, en cualquier caso, a la hora de dar la cara por los demás nada cambia: sigue siendo un compromiso que les corresponde. Los problemas siguen ahí, esperando quien los quiera abordar.
Los derechos de audiovisuales
Si miramos hacia el segundo escenario, los derechos audiovisuales, se magnifica el asunto si se cree que ese ha sido uno de los problemas cruciales del año taurino. A la postre no ha dejado de constituir una anécdota, que a la postre no ha tenido los resultados deseados y buscados: ni han supuesto nada relevante en materia de ingresos económicos, ni han aportado otra cosa que polémicas para la profesión, además de una problemática demanda ante la Comisión de la Competencia.
Puede entenderse como un caso paradigmático de un asunto en el que teniendo la razón los protagonistas, acaba por colocarse a su contra. Probablemente ha sido, lisa y llanamente, porque no se han gestionado adecuadamente.
Los derechos de imagen –entre los que se encuentran los audiovisuales—corresponden individual e indelegablemente a los protagonistas; pueden encomendar a terceros su gestión práctica, pero la titularidad del derecho es la que es. En consecuencia, les asistía la razón jurídica a quienes sostenían que a ellos les correspondía ejercer tales derechos, superando la situación que de hecho se daba: las empresas gestionaban el asunto y los demás a callar, o a no contratarse con esos gestores.
Dejando al margen, aunque no es chica cosa, el desastre que supuso la política de comunicación que siguieron, a partir de ahí no resulta aventurado afirmar que se cometieron, al menos, dos errores prácticos. El primero, a la vista está, que no acertaron con el gestor al que encomendaron que defendiera sus derechos. El segundo y principal, que empezaron a escribir el libro por el final: se centraron en los rendimientos económicos sin definir primero cuál era la opción mejor –o la que más convenía— en cuanto a la televisión y los toros.
José Tomas, por ejemplo, lo tiene claro hace muchos años: el que quiera verle, que vaya a la plaza. La fórmula le funciona, tanto que hasta las empresas buscan la fecha idónea para contratarlo, eludiendo sus previos compromisos con las televisiones. También es cierto que es un torero tan diferente que se puede permitir ciertos lujos: llena las plazas en cualquier circunstancia.
Los entendidos no se ponen de acuerdo en esta relación de la televisión y los toros. El profesor Vicente Royuela ha comprobado estadísticamente una realidad: en aquellos lugares de la geografía en los que más festejos se televisan, también son los que mayor afluencia de público registran a sus Plazas. Otros, en cambio, defienden, aunque sin datos comprobados, lo contrario: que tanta televisión a gran escala acaba por dañar a la Fiesta.
Este dilema es el que el G-10, o el conjunto de la profesión, debería haber resuelto de forma satisfactoria antes de empezar reivindicando sus dineros. Por más que se trata de un problema complejo, no por eso deja de tener una solución. Y así, por ejemplo, si se da como cierta la tesis de que sin los ingresos de la televisión hay abonos tradicionales que no pueden defenderse económicamente, la cuestión es resoluble: a la hora de suprimir tal vía de ingresos habrá que, paralelamente, revisar los costes totales del espectáculo. Todo a la vez no se puede.
Pero lo crucial radica en definir cuáles, de qué forma y con qué objetivos tienen que plasmarse las relaciones de la televisión y los toros. Y en eso no sería más que un elemento de distracción centrar la polémica en si la televisión es pública y en régimen abierto o si es de pago y en canal cerrado. En todo caso, esos distingos vendrán luego; primero hay que definir los papeles de cada cual.
¿La unión es inviable de por sí?
A nadie se le oculta que para alcanzar una respuesta positiva y eficaz a la hora de establecer tales relaciones de la televisión y los toros, como con todos los demás problemas pendientes, tiene que darse previamente un supuesto necesario: la organización corporativamente organizada de la profesión. Sin el fundamento de esa unión sobre la base de unos puntos esenciales, difícilmente pueden alcanzarse ninguna meta que se propongan.
Debe darse alguna razón, porque las cosas no suelen ocurrir, sencillamente, porque sí. Pero es de toda evidencia que siendo los toreros unos profesionales profundamente solidarios frente a la adversidad ajena, luego resultan inveteradamente insolidarios en las cuestiones internas que afectan de lleno a sus propios asuntos.
De hecho, salvo en etapas en las que esta unión tenía fines prácticamente asistenciales –el viejo y añorado Sanatorio de Toreros o aquellas actividades a favor de la Vejez del Toreo, por ejemplo–, la desunión ha sido la norma. Nunca ha terminado de cuajar una organización profesional unitaria y sólida, en la que todos los toreros se sintieran representados. A la vista está, sin ir más lejos, el grado real de representatividad que ha alcanzado el último intento que se llama Unión de Toreros.
Frente a esta realidad, se comprueba como la organización profesional de banderilleros y picadores, por ejemplo, no sólo se mantiene unida, sino que desarrolla un papel bien determinado e influyente.
¿Cómo explicar tal grado de diferencia entre los que visten el chispeante de oro con quienes lo bordan en plata? Se dirá, con toda razón, que les separa una materia tan importante como las relaciones de orden laboral, plasmadas en convenios colectivos. Pero no todo puede quedarse ahí, porque con independencia del traje que vistan, hay muchos problemas que, aún no afectándoles en la misma medida, son de naturaleza común. Debe darse otra razón que justifique estas diferencias. Localizarla y, sobre todo, darle solución, debería ser el primer compromiso de los profesionales.
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