Un conflicto como el que ahora se da entre los integrantes del G-5 y los gestores de la plaza de Sevilla es de los que habitualmente resultan de más difícil solución, sobre todo si se trata de firmar una paz en la que todos salven sus posiciones iniciales. Es lo que suele ocurrir cuando una confrontación nace, en el fondo, de un “tu has dicho que yo he dicho….”, porque al final las acusaciones cruzadas entre unos y otros quedan al albur de la credibilidad de cada cual conceda a las partes.
En este caso, además, se produce un alteración importante en el ámbito de lo que cada parte puede exigir. Y así, si como condición previa a la paz los toreros plantean un ultimátum a la propiedad para que rescinda el contrato con la empresa explotadora de la plaza, se trata de una reclamación que no puede fundamentarse en términos jurídicos. Por ello, aferrarse a tal criterio a toda costa no constituye más que un obstáculo que al final puede ser insalvable.
Aún en la hipótesis de que toda la razón se incline del lado del G-5, un hecho que aún está por demostrar de forma fehaciente fuera de declaraciones más o menos rotunda, los reclamantes carecen de competencia alguna para interferirse entre la propiedad y los gestores, salvo que se trate de alterar el principio de la libertad de empresa. No se trata de que ese acuerdo propiedad-gestores resulte acertado o erróneo, sino de la libertad de las partes para pactar. Y ese es un derecho inviolable, salvo resolución en contra de los Tribunales competentes por manifiesta infracción de la legislación vigente.
Precisamente por eso se trata de una cuestión que, si realmente se quiere ir a una fórmula pacificadora del conflicto, convendría apartar de la negociación. En último extremo porque quien plantea una exigencia previa de esta naturaleza no podrá aducir pruebas objetivas e incontestables de sus reclamaciones. Es lo que ocurre cuando, en el fondo, los problemas radican en sentido propio en el deterioro de unas relaciones personales, como se da en este caso.
Una cosa es que los toreros reclamantes puedan tener más o menos razón en su denuncia –que no todos ellos comparten en la misma medida– contra la empresa gestora y otra bien distinta es que tales denuncian tengan en sí misma fuerza jurídica para alterar los acuerdos libremente pactados entre esos gestores y la propiedad de la plaza. Hasta por un puro sentido lógico los toreros plantean una exigencia que no pueden sostener ni fundamentar en los términos necesarios.
Por ello, si se tiene voluntad de acuerdo lo procedente sería en primer término sacar de todo este conflicto a la Real Maestranza como condición necesaria para una vuelta a la normalidad. La corporación maestrante es muy libre de pactar con quien considere oportuno y con quien crea que mejor conviene a sus propios intereses. Que tal acuerdo le resulte a las partes contratantes beneficioso o perjudicial, esa es una cuestión que exclusivamente le conviene a ellos y a sus intereses.
En cambio, sí puede ser objetivable como hecho sujeto al Derecho mercantil y laboral el incumplimiento de las condiciones pactadas libremente en el contrato que ligue a los gestores con los toreros. Si las contrataciones se realizan conforme a Derecho –esto es, eludiendo entre otros extremos esa figura ya rechazada por los Tribunales de los “honorarios a convenir”–, su cumplimiento no ofrece duda alguna.
Realmente estos incumplimientos de contrato son los únicos datos objetivos que se dan en el conflicto. Cuando al final en una discordia todo se basa en eso que podríamos definir de “tu palabra contra la mía”, nos movemos en un terreno extremadamente pantanoso del que no resulta fácil salir en la misma medida que nadie puede aportar pruebas objetivas. Frente a eso sólo cabe ir a hechos probados, mientras lo demás queda, en el fondo, en una simple disputa de patio de vecindad, por más razón que pueda concederse a quienes reclaman.
Pues bien, las normas vigentes ya establecen cauces, de cumplimiento necesario, para salir de esta inmensa trampa del “tu más”. Si la cuestión objetiva demostrable es el incumplimiento de contrato en sus aspectos económicos y profesionales, estamos ante un asunto que ya ha resuelto el artículo 10 del vigente Convenio Colectivo nacional del sector taurino, que en el fondo viene a resucitar y formalizar, entre otros, el muy antiguo criterio de que los toreros cobran sus honorarios con anterioridad a la celebración de cada festejo, reservándose el derecho a no comparecer en la plaza si la empresa no los ha satisfecho en tiempo y forma.
En base a este Convenio, las relaciones entre las partes contratantes quedan nítidamente claras: los apoderados y la Empresa pactan contractualmente las condiciones de la contratación siguiendo al pie de la letra lo establecido y a partir de ahí ya tan sólo resta que cada una ellas cumpla con lo firmado. Los derechos –insistimos: los que tienen una naturaleza objetiva– que los toreros reclaman quedan de esta forma garantizados y además pasan a ser jurídicamente exigibles.
Se dirá que en el planeta de los toros esto ha sido históricamente poco usual, en la medida que siempre se ha dado por bueno el criterio de que un apretón de manos vale más que mil contratos. Pero también ha sido completamente inusual que en una falta de entendimiento entre una empresa y unos toreros se traslade, como ahora ocurre, al campo de la propiedad de la plaza, que una vez firmado el contrato de arrendamiento y explotación del coso pasa a un segundo término y resulta ajena al contenido de las relaciones contractuales que el organizador mantenga con los toreros.
Como los tiempos cambian y la organización taurina también, si realmente se quiere buscar una salida a este conflicto, el camino más idóneo pasa por dejarse de antiguas tradiciones y acudir a las normas vigentes, dejando en el baúl de los recuerdos todo lo demás.
Tomar esta senda normativa permite solventar lo que en el contexto actual resulta imposible: que ambas partes confrontadas “salven la cara” saliendo dignamente del conflicto. A la empresa gestora, desde luego, todo este caso le supone, entre otras cosas, un daño reputacional muy relevante, además de tener sus consecuencias económicas. Pero para los toreros ocurre otro tanto, entre otros extremos porque una vez que su actual y precaria unidad se deteriore, quedarán individualmente en una posición en extremo complicada ante la afición y ante su propia valoración profesional. Resolver el conflicto con el Convenio vigente en la mano salvaría ambos escollos. Tan sólo resulta necesario que las partes confrontadas acepten llevar sus desacuerdos a este campo de juego, que además ya cuenta con un árbitro para las disputas posibles: la Comisión de Seguimiento del Convenio.
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