La historia del toreo está repleta de nombres aristocráticos. Primero como practicantes de su versión ecuestre y después, cuando el arte de torear pasó a manos plebeyas, como criadores de reses bravas, persistiendo hasta nuestros días la bien ganada fama de algunos de ellos.
Hay, sin embargo, un noble que, sin que se le conozca actividad alguna como lidiador o ganadero, debe figurar, por méritos propios, en un privilegiado lugar de la historia taurina española. Nos referimos al conde de la Estrella.
Este aristócrata fue el experto a quien Fernando VII encargó la redacción de la líneas maestras de la Real Escuela de Tauromaquia que se pretendía crear para depurar, conservar y transmitir el arte del toreo en España.
Esto es sobradamente conocido por todo buen aficionado, pero, ¿quién había tras dicho título nobiliario? Eso ya es algo más difícil de contestar.
Autor hay, como el profesor D. Pedro Romero de Solís, que manifiesta que el conde de la Estrella que nos ocupa no era otro que D. Ignacio Solana [1], sin embargo, debemos discrepar de la asignación de tal identidad, pues, gracias al libro "Relación de títulos nobiliarios vacantes, y principales documentos que contiene cada expediente que, de los mismos, se conserva en el Archivo del Ministerio de Justicia" de Mª. T. Fernández-Mota de Cifuentes, Madrid, 1984, pp. 151-152, amén de documentos que obran en el Archivo General de la Marina “Álvaro de Bazán” y en el Archivo Naval de Cartagena, sabemos que el titular de este condado durante el primer tercio del siglo XIX, fue D. Antolín de Cuéllar y Beladiez.
Antolín Esteban Ramón Judas de Cuéllar y Beladiez, que así se llamaba nuestro hombre, nació en Pinto (Madrid) el 2 de septiembre de 1760, siendo bautizado el día 5 del mismo mes en la iglesia parroquial de Santo Domingo de Silos. Era hijo de D. Pedro de Cuéllar y Cetina, caballero del hábito de Santiago y tercer Conde de la Estrella, natural de Pinto y de Dª Ana Beladiez Torres y Ortega, natural de Atienza (Guadalajara).
A pesar de ser nacido tierra adentro, Antolín de Cuéllar es inscrito, con 15 años, como guardiamarina en la Real Armada en agosto de 1776, adaptándose con pasmosa facilidad a la vida marinera, como refleja su expediente académico, en el que consta que destaca precisamente en las prácticas de navegación.
Se embarca, con el grado de Teniente de Fragata, en el navío “San Juan Bautista” (el tercero que ostentó ese nombre, considerado por algunos como el primer buque escuela de la Armada) en agosto de 1778 bajo las órdenes de D. José de Mazarredo, participando tanto en misiones de hostigamiento al corso norteafricano como en la importante misión hidrográfica que el citado marino llevó a cabo ese mismo año. Sirvió en este buque hasta abril de 1780 cuando embarca en el jabeque “Murciano”, buque insignia del legendario D. Antonio Barceló, con el que tomó parte en el bloqueo de Gibraltar durante la guerra contra Inglaterra.
Deja el servicio en la Armada en ese mismo año por tener que ocuparse de la hacienda familiar, dando un giro de 180 grados a su trayectoria vital y profesional, justo cuando comenzaba a labrarse un brillante porvenir en la milicia.
Fallece su padre en agosto de 1782, solicitando el joven marino el 23 de agosto de 1784 la sucesión en el título, siéndole concedida.
El largo período transcurrido entre ese año y la creación de la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla en 1830 es opaco en lo que a datos sobre la vida del aristócrata se refiere, mereciendo, sin duda, una mayor atención por parte de los estudiosos de la Tauromaquia. Sólo podemos deducir que D. Antolín de Cuéllar y Beladiez, cuarto conde de la Estrella y “alma mater” de la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla, fallecería en 1845, pues su hijo D. Domingo de Cuéllar y Luque-Repiso (Castro del Rio 1792 – ídem 1861, Corregidor (1822) y caballero maestrante de Ronda (1825)), solicita el 24 de enero de 1846 que se le acepte la renuncia al título por razones de índole económica, aunque, el 1 de junio de 1847 y, después de haber satisfecho los impuestos correspondientes [2], solicita la Carta de Sucesión y Confirmación del título.
Ya sufría los achaques de la ancianidad D. Antolín de Cuéllar cuando Fernando VII le encomienda en 1829 la redacción del proyecto de la Escuela de Tauromaquia, confirmándolo él mismo cuando le expone que no ha podido ocuparse antes del trabajo por razones de salud: “Señor: Tengo el honor de elevar A.L.R.P. de V.M. y por mano del Sr. Ministro de Hacienda, el Proyecto que de su Real orden me tenía encargado sobre el establecimiento de una ESCUELA DE TAUROMAQUIA, limitada por ahora, a poder instruir buenos profesores de a pie, que son los que más escasean, quedando muy complacido si he logrado llenar los deseos de V.M. y sintiendo que mi alta edad y achaques se hayan opuesto a su más pronta coordinación. Madrid 26 de Febrero de 1830. Firmado: El Conde de la Estrella” [3].
Al igual que cuando servía en la Real Armada, se sobrepone, afronta los contratiempos y ocupa su puesto, elaborando un valioso vademécum del arte de torear, poco aprovechado, sin embargo, por los pocos alumnos que pasaron por la Escuela en sus cuatro años de existencia.
________________
[2] En 1787 se estableció que los que poseyeran Grandezas y Títulos de Castilla y no estuvieren relevados del servicio de Lanzas ni las tuvieren consignadas en juros o en bienes libres, debían consignar alguna finca del mayorazgo a que se hubiese agregado la Grandeza o Título y rindiera la renta equivalente, para que quedase satisfecha anualmente la Real Hacienda, prohibiéndose la expedición de cartas de sucesión mientras no se acreditase haberse hecho la consignación para el pago del impuesto.
Desaparecen en ese momento los viejos impuestos de Lanzas y Media annata, aunque permanecen subsistentes los débitos devengados y no satisfechos. Con el nuevo impuesto especial quedan sin efecto las exenciones concedidas por aquéllos, de tal manera que los que hubiesen redimido en tiempos pasados las Lanzas y Medias annatas entregando a tanto alzado el correspondiente capital, no quedaban eximidos de pagar en lo sucesivo el nuevo impuesto, ya que se trataba de un tributo diferente, al que no alcanzaba esa exención.
Por otra parte, quien quisiera poseer un título nobiliario debía sacar la Real Carta de Sucesión y Confirmación y pagar el nuevo impuesto. Si no lo hacían, el título quedaba suprimido; y si alguien más adelante quería rehabilitarlo estaba obligado a satisfacer las Lanzas y Medias annatas devengadas y no pagadas, además del nuevo impuesto por las sucesiones teóricas que se hubieran podido producir hasta el momento de la rehabilitación. De este modo esos dos viejos impuestos prorrogaron sus efectos más allá de su propia existencia.
[3] P. Millán La Escuela de Tauromaquia de Sevilla y el toreo moderno, Madrid, 1888, p. 61
0 comentarios