Hace unos días Gloria Sánchez-Grande recordaba en su blog “A contraquerencia” un viejo texto del poeta y crítico taurino Javier de Bengochea –que firmaba en la prensa bilbaina como “Tabaco y oro”– que cada día que pasa encierra más verdad. Decía así:
"Ya sé que las soluciones virtuosas pasan por los términos medios. Eso creyeron los ganaderos incluso los de divisas duras cuando decidieron quitar agresividad a sus toros para darles nobleza. Eufemismos, y poco más que eufemismos: el toro, o es una fiera con todos sus derechos y con todas sus consecuencias -entre ellas, el toreo defensivo-, o es un animal azucarado en beneficio del torero".
No se puede describir con más realismo ese camino genético seguido por la inmensa mayoría de los criadores contemporáneos, para transmutar la agresividad natural del toro de lidia en dulzura y nobleza sobrevenida, que hoy es denominador común, con mayor o menor fortuna, del toro que vemos por las plazas. Unos le llaman “toreabilidad”, otros “docilidad”; en cualquiera de los casos, puro eufemismo, como escribía el crítico bilbaino.
Entre otras consecuencias, esa apuesta genética nos ha llevado a la casi desaparición de muchos de los variados encastes históricos que caracterizaban a la cabaña de bravo. De forma paralela, de ahí arranca la monotonía que tiñe al espectáculo taurino de nuestros días, construido exclusivamente en aras de los intereses del torero, que se erige en punto único de referencia.
Sabido sobradamente es que a la hora de dar forma a esa mutación de los encastes, en las últimas décadas ha primado la referencia a la fórmula que consiguiera en su día el primero de los Juan Pedro Domecq de la historia. Sobre esa base y sus posteriores derivaciones directas, se construye el actual monoencaste mayoritario.
Sin más lejos de la veintena de corridas de toros que ahora se dan en Madrid, más de la mitad responden a esta fórmula. Pero incluso más llamativo es que ahora se hayan hecho frecuentes hasta en carteles de plazas de tercera y hasta en portátiles.
Con el paso de los años comprobamos que en las ramificaciones de aquel encaste inicial va derivando hacia otros resultados diferentes. Resulta curioso seguir, por ejemplo, como tenemos hoy ganaderías muy nuevas que, desde este origen común, al cabo de cuatro años –esto es: cuando lo que sale al ruedo ya es fruto de las decisiones del nuevo criador– el entusiasmo inicial de los toreros baja muchos enteros, porque aquello que se decía “puro juanpedro” ya es menos puro.
En unos casos ha sido sencillamente por planteamientos equivocados de ese nuevo criador. En otros, por el sano propósito de recuperar, junto a la nobleza, un escalón más de casta. Y eso ya empieza a molestar. Por si hiciera falta, ahí está el ejemplo de Fuente Ymbro: rebúsquense los carteles que se anunciaban con esta divisa hace tan sólo cinco años y compárense con los actuales.
Resultaría demasiado osado afirmar que se produce una relación causa-efecto entre este tránsito genético en torno a la bravura y la pérdida de autoridad y de peso específico de los ganaderos en el conjunto del planeta de los toros. Pero lo seguro es que entre ambos existe una relación de parentesco, incluso en primer grado.
No hace mucho decía José Luis Lozano, de cuyos conocimientos nadie duda, que en las ultimas décadas “se le va quitando casta para sustituirla por la docilidad, un concepto que no es un sinónimo de nobleza, sino de mansedumbre, que es algo muy diferente”. Y desde ahí marcaba, quizá con un punto de añoranza, la enorme diferencia que hoy se da con los criadores de comienzo del pasado siglo, que sobre la base de saber mantener la singularidad de sus propios encastes, que ellos mismos crearon, “se ganaron el respeto y la admiración de los aficionados”.
Con ese respeto que remarcaba Lozano vino la autoridad moral y, en la práctica, la capacidad de ser tenidos muy en cuenta. Recordemos que se habla de la Edad de Oro del Toreo, cuando mandaban José y Juan, pero que no por eso podían eludir torear en todas las ferias encastes muy distintos y no siempre los más cómodos. Y así, archisabido es cómo resultaba inconcebible que anunciados en la feria de Sevilla, por ejemplo, no estuvieran en el cartel de Miura: por su propio prestigio, ellos mismos querían estar esa tarde en el ruedo. Y no como un hecho excepcional: era lo habitual.
Hoy las cosas han cambiado mucho. En parte por ese genérico que se expresa como “ley de vida”, que ha hecho cambiar los gustos y hasta los criterios de los aficionados. Pero, sobre todo, porque los poderes taurinos han cambiado de manos. Sin embargo, con esa pérdida de la autoridad que tácitamente se le otorgaba al criador, acabamos perdiendo todos, comenzando por la Fiesta en sí misma.
Nota al margen para quienes no le conocieron
Javier de Bengoechea (Bilbao, 1919-2009) fue un ilustre abogado, aunque ante todo fue siempre un excelente intelectual y un apasionado del Arte, hasta el punto que fue unos de los grandes directores que tuvo el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Poeta muy reconocido, que en 1955 obtuvo el prestigioso Premio Adonais, su obra es extensa; no hace mucho fueron publicadas sus obras completas en el volumen “A lo largo del viaje”, que le acredita como la gran voz de la poesía vasca escrita en castellano.
A la crónica taurina, que siempre firmó como “Tabaco y Oro”, llegó mediada la carrera en los ruedos de “Manolete” y alcanzó a ver a la inmensa mayoría de los toreros actuales. Hombre cordial y afable, se mantuvo siempre al margen de los cabildeos taurinos, ciñéndose a lo que es propiamente la crónica. Sus escritos, de una particular calidad literaria y no pocos grados de originalidad, constituyen un modelo de mesura y buen juicio, que se acrecientan leídos desde el presente: el paso del tiempo no les ha hecho perder un ápice de su vigencia.
0 comentarios