El cambio

por | 24 Jun 2015 | Tribuna Abierta

No, no es éste un artículo sobre política aunque su título pueda inducir a pensar lo contrario y aunque la política y sus consecuencias ejerza una acción nada desdeñable sobre la materia objeto de nuestra preocupación. Es una reflexión sobre la Tauromaquia de hoy y sobre la urgente necesidad de un debate libre de tópicos y complejos a fin de asegurar la pervivencia de la misma en estos agitados (¿cuáles no lo han sido?) tiempos. 

Como tantas veces y tantos comunicadores taurinos han manifestado, hay un amenaza exterior a la Tauromaquia, pero también hay una interior, silenciosa, pero no menos letal que la otra y no me estoy refiriendo sólo al aspecto económico y organizativo del negocio taurino, sino a la manifestación en los ruedos de la Tauromaquia y eso atañe directamente a toreros (de a pie y a caballo), ganaderos, apoderados, empresarios (a veces estas tres funciones se dan en una sola persona o empresa), aficionados y público, es decir a todo el llamado “planeta de los toros”.

Un error frecuente en los distintos análisis del comportamiento de los partidos políticos con respecto a los toros es ignorar la potente corriente animalista, procedente de una determinada visión de la ecología, que ha impregnado la sociedad occidental en las últimas décadas.  A veces sale a colación la asistencia a corridas de toros de algunos personajes de izquierdas de los años veinte o treinta del siglo pasado y nos asombramos de que una buena parte de los políticos y gente de izquierdas de hoy escurran el bulto o se declaren contrarios al mismo hecho pero no cabe el asombro, pues la sensibilidad social hacia determinados hechos ha dado un giro copernicano respecto a la de aquellos tiempos. Entre esos hechos uno muy destacado es la Tauromaquia. No nos sirve pues la comparación. Eran otros tiempos.

Todos estamos de acuerdo en que la sociedad española de 2015 tiene poco que ver con la de, por ejemplo, 1975. Han cambiado profundamente –siempre hablando en general– las relaciones entre los sexos, la naturaleza del matrimonio y la familia, las instituciones y su función, la relación de la sociedad con el medio ambiente, etc.   Hasta una institución milenaria y notable por su inmovilismo y lentitud en la generación y aplicación de cambios, como es la Iglesia Católica, no ha tenido –no tiene– más remedio que llevar a cabo cambios de mayor o menor calado, inimaginables hace sólo medio siglo, si quiere sobrevivir (lo logrará porque por algo tiene casi ya dos mil años) y ejercer su función en el siglo XXI.

Sin embargo, ¿qué ha cambiado en la Tauromaquia, es decir, en la corrida de toros, desde hace ya muchas –demasiadas– décadas? Y, ¿qué cambios deberían llevarse a cabo en ella para conservar su lugar en la España del siglo XXI?

En su día hubo un cambio fundamental en su naturaleza que hoy no podemos calibrar en su justa medida. Fue la implantación, en los años veinte del siglo pasado, del peto al caballo de picar. Aparte de la mayor escasez de equinos para tal función, por efecto de la mecanización del transporte de mercancías y personas, otra razón, y no menor, fue la entonces llamada “humanización de la Fiesta”. Aficionados y público ya empezaban a ver con cierta repugnancia a jacos desbocados corriendo por el ruedo pisándose sus propias entrañas después de un cornalón. Los animalistas de entonces se compadecían del caballo y no – o mucho menos – del toro.

Hubo una gran conmoción sobre el particular tanto entre los profesionales del toreo como entre críticos y aficionados, siendo de gran interés la opinión al respecto de Ignacio Sánchez Mejías, manifiesta en una crónica (escribió cuatro para ese medio) titulada “El guardia de la porra, director de lidia” publicada en “El Heraldo de Madrid” del 4 de junio de 1929  (edición de la noche), de la que entresacamos los siguiente párrafos:

“La muerte del caballo no debe formar parte de las corridas de toros; es a ella lo que la muerte del aviador a la aviación o la catástrofe al ferrocarril. Un toro bien lidiado no debe matar ningún caballo. La suerte de picar tiene sus reglas fijas y precisas y ninguna de ellas consiste en que el toro coja al caballo, sino todo lo contrario.

Antonio Miura nos refería cómo en su casa, en la antigüedad, se prestaban caballos a algún que otro célebre picador, que después de lidiar quince o veinte toros los devolvían a la cuadra de donde salieron sanos y salvos de todo peligro. Hay más. Repasando los anales de la plaza de la Maestranza de Sevilla, entre los documentos sacados a relucir por el marqués de Tablantes, hay tres detalles que no dejan lugar a dudas sobre esta cuestión; durante diez años no hay ningún picador lesionado y durante quince sólo hay un accidente mortal.

En las cuentas de compraventa de caballos se pueden comprobar que son muchos los años que se venden los mismos caballos que se compran; es decir que no muere ninguno. (“Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla” 1730-1835, págs. 79, 91 y siguientes.). ¿Qué más pruebas se quieren para que quede demostrado que la suerte de varas no consiste en que destripen los caballos?

Hace poco tiempo Camero, a las órdenes de Joselito, picó toda una temporada con un caballo tordo, aporrillado, que no valía diez duros. La ineptitud de los lidiadores no es un argumento contra esta suerte. Más bien lo son los petos, antes franceses, españoles hoy”.

Los toros eran probados en el caballo y, al no frustrarse (no son tontos), pues hacían carne y vencían las más de las veces (incluso aquerenciándose junto a su rival muerto), volviendo a continuación a la carga, o no, mostrando así su bravura o la ausencia de la misma. Después venía el tercio de banderillas para ver cómo había quedado el toro por ambos pitones así como los pies que conservaba y, ya en el último tercio,  tras una faena más bien breve, cuando el burel “pedía la muerte”, el matador lo despenaba (ojo al verbo) lo más breve y limpiamente posible, premiándose tal brevedad (por clavar en el hoyo de la agujas no echándose fuera…) y limpieza con la oreja. 

Se implantó el peto y se calmó la tormenta pero el equilibrio de la corrida se alteró profundamente. Dejó de sufrir (relativamente) el caballo y empezó a sufrir el toro, llegándose hoy al culmen de tal sufrimiento  con una mal llamada suerte de varas, en la que no se torea, sino que, en demasiadas ocasiones, taladrándolo a mansalva (o sea, a salvo) se deja ya moribundo al toro.

No es ésta una opinión personal basada en el capricho o la leyenda, sino la consecuencia de lo expresado por expertos indiscutidos en el campo de la veterinaria taurina, como son los profesores Luis F. Barona y Antonio E. Cuesta López, autores del libro “Suerte de vara” (Valencia, 1999), donde leemos en las “Consideraciones finales” del capítulo “IMPLANTACION Y EVOLUCION DE LOS PETOS”:

1.- La adaptación del peto origina la aparición de un efecto distinto al buscado. La protección del equino propicia su uso de manera estática durante la lidia.

2.- La progresiva evolución en el diseño del mismo proporciona una mayor protección al caballo (faldón completo y manguitos) mermando de manera contundente la movilidad de éste.

3.- Una vez se procura la protección del équido quedando asegurada su vida, comienza la introducción de razas traccionadoras o cruces de las mismas, de mayor peso y volumen que admite mejor el empuje. Jinete y caballo componen así un conjunto estático cuyo movimiento más natural es el de giro sobre su propio eje para evitar la salida del toro cuando éste choca con él (carioca).

4.- Permite la aplicación del puyazo de una manera prolongada y “eficaz”, impidiendo la dosificación del castigo y la apreciación de la bravura del toro.

5.- Procura un excesivo desgaste de la res a la que extenúa, haciendo imposible mostrar en la mayoría de las ocasiones las aptitudes o cualidades de la misma.

6.-  Permite practicar la suerte a jinetes poco experimentados y la utilización de caballos con poca doma.

7.- Su adopción coincide con un aumento de las dimensiones de la porción penetrante de la puya.

8.- Debería legislarse la utilización de un peto que permita una mayor movilidad del caballo, así como impedir que la res llegue al mismo durante la realización de la suerte”.

Por si queda alguna duda sobre la nefasta ejecución de la suerte de varas, esto es lo que comenta sobre el trabajo de dichos investigadores el profesor Pedro Romero de Solís (Revista de Estudios Taurinos n.º 10, Sevilla, 1999, págs. 241-248): 

 “A los autores no les pasa desapercibido la corpulencia descomunal de los caballos que, desde hace unos años a esta parte, montan los picadores. Caballos que, por la anchura descomunal de su esqueleto y por el tamaño de los cascos, manifiestan no pertenecer racialmente al universo de la tauromaquia sino más bien al de la lidia militar ¡Caballos más propios para arrastrar cañones en guerras napoleónicas que para dulcificar la embestida de los toros! Esa descomunal alzada unida al peso de los aparejos, de la mona, de los manguitos, del peto, etc. y, por supuesto, al no desdeñable de los pingües y forzudos picadores, suman un peso, muchas veces próximo a la tonelada, en el que se estrellan toros con no mucho más de 500 kilos. ¡Ay del toro que manifieste bravura y, todavía peor, codicia e intente levantar a un enemigo de peso doble que el suyo! Las delicadas articulaciones de las manos quedarán averiadas mientras el picador aprovecha para hundir la puya a más de 30 cm. de profundidad no  en el morrillo, por supuesto, como debiera ser, sino en la zona vertebral y, a veces, ¡hasta con cinco recorridos diferentes por la misma herida de entrada! ¡Asombroso! ¿Cómo es posible que algunos toros, todavía, queden en pie?”

Después de la citada modalidad de la suerte de varas empieza una, en general, larguísima faena a un toro que, en la mayoría de los casos, ya está “pidiendo la muerte”, como decían los antiguos revisteros.  Lo que a partir de ahí se ve en los tendidos es a un hombre porfiando con una res excesivamente menguada (si es que no salió del chiquero ya “tocado”) que, a veces, tiene a bien moverse algo y repetir. Como se ha “educado” al espectador a ver una faena abarrotada de pases, las más de las veces sin ton ni son, si el matador hiciera honor a su oficio cuando el toro “pide la muerte” apenas se verían faenas.

En esas tediosas faenas es cuando más – y más inútilmente, pues no cabe ni la apelación a la estética – sufre el toro, generando en los tendidos la misma sensación que causaban hace casi un siglo aquellos caballos gravemente heridos a los que, en el patio de caballos, se les metía de nuevo el mondongo en el vientre, se les cosía y volvían a salir a la arena para morir de la siguiente cornada. Había que exprimirlos hasta el final. Dejemos de hacer lo mismo con el toro.

No piense el lector que estamos por la supresión del peto. Todo lo contrario. Lo que pretendemos es la toma de conciencia de que hay que devolver el equilibrio perdido a la corrida de toros, buscando, encontrando y combinando lo mejor de otros tiempos con lo que las posibilidades técnicas (petos más ligeros y mucho más resistentes), éticas y estéticas de nuestra actual cultura pueden aportar para lograr el próximo e ineludible cambio fundamental.

Ello no conjurará el peligro exterior pero si proporcionará la autoestima necesaria para plantar cara y  mostrar al mundo los auténticos valores de la Tauromaquia. Sólo así habrá continuidad y, si no la hubiera, al menos se habrá caído con dignidad. 

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Taurología

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Portal de actualidad, análisis y documentación sobre el Arte del Toreo. Premio de Comunicación 2011 por la Asociación Taurina Parlamentaria; el Primer Premio Blogosur 2014, al mejor portal sobre fiestas en Sevilla, y en 2016 con el VII Premio "Juan Ramón Ibarretxe. Bilbao y los Toros".

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