Quien ande despierto a la hora de reinterpretar la grandilocuencia del hablar de Simón Casas, puede caminar hacia la equivocación. La vivacidad, el entusiasmo sin límites, los propios excesos de su lenguaje le llevan a construir discursos que desbordan. Y en su derecho está, naturalmente, de cantar las bondades de su trabajo, que desde luego imaginativo es.
Con esa dinámica de comunicación, de modo necesario se ve obligado a rectificar en no pocas ocasiones. Un ejemplo: ¿Qué tiene que ver el actual sorteo del bombo de las 10 ganaderías para 10 toreros con aquel proyecto tan ambicioso que en octubre anunció con su entusiasmo habitual ante las cámaras de Canal Toros? Pues, bastante poco en lo que es verdaderamente sustantivo. Es como su versión más light, por hacer un juicio benévolo.
Pero eso no quita nada para reconocer que Casas es imaginativo. Más complicado, en cambio, resulta asumir sus tesis como si tales planteamientos — renovadores, les suelen llamar– fueran un nuevo “bálsamo de Fierabrás”, aquel ungüento que en la época de nuestros abuelos se anunciaba como que “todo lo cura”.
Nos engañaríamos a nosotros mismos se dijéramos lo contrario. Al final el “bombo” pasará a la historia como una anécdota, de la que se habló bastante, pero tras la cual todo siguió igual en el mundo del toro. Pero resultará muy difícil que traspase esa frontera.
De hecho, sin necesidad de ningún “bombo” la empresa Pagés ha construido un abono muy sugerente para Sevilla. También incluso con su gesto, no por mandato del sorteo, sino a petición propia: la inclusión de Sebastián Castella en la corrida de Miura, como han hecho quienes mandan en el escalafón; maticemos: en la antigüedad, como una “obligación moral” con lo aficionados; en la era contemporánea, por razones de estrategia personal.
Por eso, si se quieren de verdad afrontar los males estructurales que hoy aquejan a la Tauromaquia, hay que ir mucho más allá. Sin ir más lejos, si volvemos a recordar aquel debate –que tuvo sus momentos tensos– ante las cámaras del Plus en el que Casas fue todo lo rotundo que se puede ser, planteó, como presidente de la patronal ANOET, la necesidad de oficializar la incompatibilidad del ejercicio simultáneo entre el oficio de apoderado y el de empresario. Una idea interesante de la que nunca más se supo. Más: el propio proponente de la idea y su equipo profesional más inmediato cuentan hoy bajo su dirección con un numeroso plantel de toreros.
Ese ir más allá de la anécdota, si realmente se quiere llegar al fondo de la cuestión, pasa por recuperar los valores más propios que históricamente han definido al conjunto de la Tauromaquia. Se trata de valores muy personales, que deben crecer en el seno de cada uno de los oficiantes de este maravilloso misterio que es el toreo.
Un ejemplo que puede servir de orientación. Muerto Gallito en Talavera, se le vino plantear a Juan Belmonte que en la siguiente feria sevillana no matara la corrida de Miura. El Pasmo de Triana fue rotundo: tenía que anunciarse como en años anteriores, porque de no hacerlo los aficionados dirían, y con toda razón, que las toreaba porque lo imponía José.
No se trata de aquí desarrollar toda una tesis sobre esos valores íntimamente taurinos. Pero al menos cabe esbozarlos: la afición de los profesionales, cada cual en lo suyo, que les lleva a buscar siempre ser el mejor entre los mejores; la responsabilidad que ejercen cuando no defraudan a los aficionados; la amplitud de miras para no ir poniendo trabas con quien torean y con quien no, o el de esta ganadería si, aquella no; la ambición de afrontar todos los restos que se plantean en este mundo, que son muchos; ese sano romanticismo de saberse casos únicos en la vida; la capacidad y el deseo, en fin, de competir, como José Flores “Camará” recordaba que lo hacía Joselito: como un hombre cabal.
Se trata de unos valores que son compatibles con las exigencias personales de cada profesional. Resulta banal desconocer que, por ejemplo, los toreros de todas las épocas han apostado por éstos o por aquellos encastes; que han seleccionado y medido los compromisos en las plaza de primer orden; que han discutido por cuales eran “sus dineros”. Pero todo eso no impedía que los valores que caracterizaban al mundo toros siguieran vigentes.
Precisamente han sido esos valores más permanentes lo que han saltado por los aires. No se puede caer en la ingenuidad, sobre todo cuando se trata de traer hasta el presente las historias antiguas: cada época tuvo sus circunstancias y sus condicionantes. Basta irse a las Hemerotecas para comprobarlo. Por eso, se entienden algunos cambios incluso bajo criterios mercantiles e incluso sociales.
Hay que reconocer organizar hoy una feria, en todos los sentidos, nada tiene que ver con lo que hacía el célebre Mosquera o Eduardo Pagés hace un siglo. Como siempre ha sido algo muy del pueblo, hasta la simple llegada masiva del 600 a nuestras ciudades y carreteras tuvo un impacto indudable sobre la Fiesta. Como en su día ya advirtió Domingo Ortega: “La Fiesta cambia como cambia el país”.
Pero cuando se trabaja con convicción y con criterios de afición, de compromiso –no de comodidad–, de responsabilidad, hasta de esa legítima ambición de alcanzar el número 1, se diluyen buena parte de esas lacras –esos anacronismos, también– que diagnostican los males de la Tauromaquia. Mientras todos no asumamos –los aficionados que pasan por taquilla, también– estos criterios, la Tauromaquia seguirá inmersa en un mundo de componendas, de “sota, caballo y rey”, de “intercambio de cromos”, de aspiraciones que eluden la competencia, de todas esas desorientaciones y corruptelas, en fin, que nos apartan del cuerpo principal del discurso taurino.
0 comentarios