No es un comportamiento que pertenezca en exclusividad al mundo del toro, sino que es mucho más general; de hecho podría decirse que afecta a todos los sectores económicos. Pero cada vez que alguien se revela contra aquello que considera “intervencionismo”, en la mayoría de los casos conviene ponerse en la peor de las hipótesis. En unos campos, sin duda, las desregulaciones son beneficiosas, fundamentalmente en aquellas que afectan a la competencia. En otros, en cambio, que afectan al núcleo fundamental de lo que se trata de liberalizar, el panorama cambia radicalmente.
En la reciente Bienal Internacional de la Tauromaquia, celebrada en Ronda, han sido varias las voces que han argumentado su criterio de que el legislador no sea intervencionista en lo que hace a la Fiesta.
En lo que conocemos de sus intervenciones –que son contenidos periodísticos–, estas desregulaciones reglamentarias guardan relación con el toro de lidia y el papel que corresponde a las autoridades, presidenciales y veterinarias. Pero si se tira de archivo, se observa como también portavoces de otros sectores han hecho a lo largo de los últimos tiempos planteamientos similares en lo que hace a su oficio propio en el ruedo, planteamientos –conviene recordar– que en ningún caso han sido coincidentes.
Un buen y contrastado aficionado, y mejor conocedor del derecho taurino –-no en balde ha sido asesor jurídico de muchos toreros–, como Joaquín Moeckel se manifestaba en Ronda según la prensa en los siguientes términos respecto a los cometidos de los veterinarios: “Sólo deberían actuar para velar por la sanidad de los animales, su integridad, su peso y su edad. Deben dedicarse a ver si las astas del toro están íntegras y si están sanos. En el resto de aspectos, como el trapío, no tienen por qué influir. El ganadero lleva el toro que le parezca oportuno y el empresario compra el toro que mejor le parezca. Que sea el público el que decida”.
Ante un planeamiento como éste, no han faltado voces que han mostrado su acuerdo con la tesis del jurista. La nuestra, en cambio, es razonablemente discrepante. Que “el resto de aspectos, como el trapío, no tiene por qué influir”, por mucho que se ponga en el contexto de una conferencia sobre “Los Toros y su Jurisprudencia: una visión práctica”, a nuestro modo entender va demasiado lejos. El trapío claro que importa. Y que seguro que Moeckel, también.
Compartimos completamente unas palabras de Carlos Núñez, presidente de la UCTL, cuando a este respecto declaraba que “para la tauromaquia es fundamental que la normativa no encorsete su crecimiento y que, a su vez, permita y fomente la creatividad artística de toreros y ganaderos para garantizar la impredecibilidad de las faenas y evitar la estandarización de toros y toreros, un verdadero problema del toreo en la actualidad y una seria amenaza para la variedad de encastes y de comportamiento del toro bravo”.
En lo que pensamos diferentes es a la hora de considerar que una normativa, la que fuere, condicione la creatividad artística, ya sea de un torero, ya de un ganadero. Si nos atenemos a su significado más propio del concepto creatividad se entiende por tal la facultad que alguien tiene para crear, para lo que acude procedimientos o elementos para desarrollar su tarea de manera distinta a la tradicional, con la intención de satisfacer un determinado propósito, ya sea la propia autosatisfacción, ya la obtención de efectos inducidos: económicos, de productividad, de calidad, etc.
Bajo este punto de vista la creatividad es un fenómeno imposible de regular normativamente. Precisamente por eso el arte del toreo nace desde sus orígenes tan diverso, en el fondo porque Juan Belmonte tenía razón: “Se torea con el alma”. Quiere ello decir que la creatividad artística en ningún caso puede guardar relación con las normas que regulen un oficio o una profesión, como tampoco pueden aportar nada a la hora de “garantizar la impredecibilidad de las faenas y evitar la estandarización de toros y toreros”, siendo como es una necesidad prioritaria del momento actual de la Fiesta.
Pero a lo mejor es que no todos entendemos en los mismos términos la naturaleza y razón de ser de los Reglamentos. En el artículo 1 del Reglamento hoy en vigor se dice: “El presente Reglamento tiene por objeto la regulación de la preparación, organización y desarrollo de los espectáculos taurinos y de las actividades relacionadas con los mismos, en garantía de los derechos e intereses del público y de cuantos intervienen en aquéllos”.
Y más adelante, en el epígrafe 1 del artículo 33, establece: “Los espectadores tienen derecho a recibir el espectáculo en su integridad y en los términos que resulten del cartel anunciador del mismo”.
A nuestro entender, y respetando la opinión en contrario, estos dos artículos constituyen la verdadera razón de ser del Reglamento, en la medida que el aficionado constituye el factor nuclear que da cuenta y razón de la organización del espectáculo. Por ello, todo lo demás que se regule tendrá que estar directa o indirectamente conectado con este mandato de la norma.
Nada puede hacer el legislador a la hora de garantizar que el torero cada tarde toree “como los ángeles”; la creación artística es demasiado compleja y personal como para atenerse de antemano a una norma administrativa; es más: regular tal extremo, además de imposible, resultaría grandemente empobrecedor, porqueimpèdiría toda diferenciación en el concepto del toreo.
En cambio, el Reglamento sí puede y debe hacer mucho para garantizar la integridad del toro: su edad, su sanidad, su trapío, etc. Sin embargo, resulta imposible que el Reglamento vaya más allá, en una labor que, se aplique con la intención que se aplique, es lo que en lenguaje administrativo se denomina “de policía”, aunque más propiamente debería denominarse de control.
Un ejemplo: para alcanzar el razonable y necesario objetivo de romper con la actual predecibilidad de las característica de las reses –un concepto muy oportunamente acuñado por Carlos Núñez–, eso exigiría precisamente el intervencionismo que se quiere evitar. ¿En base a qué razón reglamentaria se impide que los ganaderos, tan mayoritariamente como lo hacen hoy, transformen sus encastes originales para introducir la sangre domecq? Sin embargo, la predecibilidad en nuestros días nace precisamente de que más del 60% de las reses que se lidian proceden hoy de este encaste domecq, una capa bajo la que, por cierto, se agazapan hierros de muy distinto fuste y pureza de origen. La creatividad genética en una dehesa depende de su legítimo dueño y de nadie más.
En términos estrictamente taurinos, tienen mas razón los partidarios de modificar en lo que se refiere a la pervivencia de la diversidad de los encastes. Pero, además de que eso depende exclusivamente de los criadores, no hay norma administrativa posible que garantice esta pervivencia, salvo aquella que sea impositivamente intervencionista.
En esta texitura, a lo que deberían comprometerse todos en la Fiesta –los aficionados, incluidos– es a una labor pedagógica para explicar y difundir que el concepto “trapío” no tiene las mismas manifestaciones morfológicas en un toro de procedencia santacoloma que en otro de atanasio. No basta que los veterinarios apliquen esos razonables criterios, si luego cuando el toro sale al ruedo es ruidosamente rechazado por los espectadores, hasta provocar su devolución. Por eso, esta tarea –que es de la máxima importancia– corresponde a esa otra labor pedagógica, que debiera ir en paralelo con la voluntad de las figuras de ser los que promovieran esa diversidad de encastes en las corridas que torean. Nada de esto cabe en un Reglamento.
Pero si el no intervencionismo del que se habla es para andar toqueteando aquellos artículos reglamentarios que garantizan la integridad del toro, resulta materia muy espinosa. No se oculta que cuando oímos a algunos ganaderos hablar de esos temas, necesariamente partimos de un condicionante importante: resultan preocupantes los recelos que los criadores manifiestan por el laboratorio especializado de Canillas, encargado de los análisis postmortem, en prevención entre otras cosas de posibles fraudes. Que un laboratorio tan bien dotado tecnológicamente como éste cauce tanta preocupación a los criadores, nos genera un punto de recelo sobre los reclamantes.
Si del aspecto ganadero nos trasladamos a lo que es propiamente el espectáculo, parece bastante evidente que acometer hoy la reforma del Reglamento resulta una tarea que puede ser hasta contraproducente. Y no porque resulte innecesaria, sino porque no se dan las circunstancias convenientes para ello.
Y así, está claro que hoy la Fiesta tiene que reconducir lo que podríamos denominar su economía de producción. Los costes actuales de la organización de un espectáculo, en cualquiera de sus categorías, se mueven en una cifras que en nada se corresponden a la realidad de la economía española y de la propia de la Fiesta.
Naturalmente que hay que racionalizar los concursos de adjudicación por las Administraciones públicas de los arrendamientos de las plazas, como resulta indispensable que su tratamiento fiscal –que ésta no es materia de ningún Reglamento– no castigue tan duramente a la Fiesta, como hoy ocurre.
Pero también se hace necesario racionalizar todas las partidas de gastos que inciden en un espectáculo. Y así por ejemplo, en algún momento habrá que plantearse los gastos de personal, una materia en extremo controvertida por la confrontación de los intereses de cada uno de los sectores profesionales afectados.
Para una negociación en la que está en juego el régimen de retribuciones y salarios, y hasta extremos tan concretos como la composición y número de profesionales que deben actuar, como en cualquier otro sector económico, también en la Fiesta se hacen necesarias unas cotas de unidad interna, una voluntad común de cambiar. Justamente lo que hoy no ocurre, cuando la desunión intersectorial se ha agudizado.
Si una materia tan crucial como ésta, no cuenta hoy con unas razonables probabilidades de éxito, reducir todo cambio reglamentario a modificar el régimen de la autoridad y de los veterinarios, no justifica ni hace necesario abrir un melón tan complicado como es un Reglamento, cuando además estamos en una etapa de lógica y habitual inestabilidad política e institucional, como corresponde a un año en el que se encadenan cuatro procesos electorales consecutivos.
En el fondo, lo que ocurre es que, entre unos y otros, se ha dejado pasar una legislatura que parecía la más favorable desde hace muchas décadas para asentar la Fiesta sobre bases mejores, como sí se ha conseguido en las grandes cuestiones legislativas.
Sin embargo, metidos de lleno en pleitos intestinos, se han pasado los tiempos más propicios para mirar hacia el futuro de manera más objetiva y unitaria en todas estas otras materias que tratan de racionalizar y actualizar la realidad organizativa y económica. Lo preocupante es que ahora el contexto institucional futuro depende de lo que digan las urnas, que no en todos los casos contienen augurios mejores que los que ya se nos han pasado.
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