►►Corridas de feria
José Mª Cossio
La decadencia de las corridas de ferias es antigua. En el forcejeo inevitable entre el prestigio y categoría de las corridas y la comodidad de los diestros, éstos, con la complicidad interesada de empresas y ganadero, venían ganando terreno. Hasta tal extremo era así, que es la vieja la cantilena del aficionado presumido de no ver corridas sino en Madrid, repetida ante la categoría, cada vez más baja, de las corridas celebradas en Plazas provincianas. “En Madrid no se consentiría eso”, solían gritar a un torero que procuraba, con adornos sin riesgo, embobar a un público poco habituado a ver toros. Y otras frases por el estilo, en las que, tras un sentido literal de pretensiones críticas y de superioridad antipática, se ocultaba un fondo de verdad.
Pero esto no sucedía con todas las ferias. Todavía en Sevilla, en Valencia, en Zaragoza, en Bilbao, y no cito todas las Plazas, ni mucho menos, se conservaba celosamente el prestigio tradicional de las corridas, y entre las efemérides de toros y faenas, cribadas ya por su importancia, figuraban estas Plazas. La comodidad de los toreros con las complicidades aludidas habían conseguido disminuir el rango de muchas corridas, pero aun se esperaban las de Sevilla o las de Bilbao, por ejemplo, con impaciencia y auténtica expectación.
He aquí lo que en estos tiempos hemos visto desaparecer, y lo que a mi entender determina el estado de la fiesta hoy en día. Las ferias eran piedra de toque de la valía de los toreros, y una figura del toreo, lo que se llama una figura del toreo que debe velar por su prestigio, como un caballero por su conducta, exigía que en esas ferias figurara su nombre en el cartel todas las tardes, o casi todas, ser la base del cartel, no de tal o cual corrida, sino de la feria; y así, de cinco corridas exigía torear cuatro y afrontaba la molestia de vérselas con toros de ganaderías agradables y de ganaderías duras, y siempre con ganado escogido de trapío, sin trampa ni retoques. Esto es lo que ha desaparecido en el día. El diestro de tronío que accede, como quien hace un favor de príncipe a vasallo, a que la Empresa de una feria le anuncie en los carteles, elude el torear corridas que tradicionalmente venían lidiándose en tal feria, y llega a presenciar su lidia desde el tendido o desde el palco de la Empresa y a sufrir (o gozarse) con que el compañero de menos cartel le brinde el toro de Miura o de Pablo Romero que él rehusó torear, habiéndolo hecho el día antes con toritos preparados y disponiéndose a hacerlo el día después con otros semejantes.
Yo no creo haberme caído de un nido, ni he perdido la memoria de lo que he visto de cerca en las decenas de años que llevo viendo toros. Me parece natural que el diestro procure su comodidad y su éxito por los únicos medios de que dispone y que a veces fallan. Ello se ha hecho siempre. Pero antes aun se conservaba un punto de respeto al público y a las Plazas y se disimulaban estas cosas. Había, si se quiere, hipocresía en esta actitud, pero aun siendo un vicio, yo la preferiré siempre al cinismo.
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Fragmento de apunte, publicado en El Ruedo |
No se interpreten estas palabras como una censura cerrada contra los diestros. Ese cinismo, como todos, tiene por base la tolerancia, que en los toros es complicidad, de los aficionados. El aficionado actual no parece resignarse a que la fiesta de toros sea una fiesta sin ensayo ni previsión segura posible, sin ver que en ello consiste fundamentalmente la dignidad de la fiesta. El aficionado actual va a la Plaza a presenciar un espectáculo exclusivamente plástico, como la pantomima o la danza, y un toro duro o peligroso le contraría como un mal decorado, o como un bailarín que tiene mal ensayada su parte coreográfica. La sorpresa, encanto supremo de las corridas, quieren eliminarla y se gozan viendo repetir la misma faena en serie, con toros que también parecen fabricados así. A las complicidades aludidas en líneas anteriores hay que añadir hoy la complicidad del público.
Y lo triste del caso es que público que no se resigna a esa organización amañada, en lo que se puede amañar en la fiesta, queda castigado como niño desobediente, a las figuras toreras no ver toreras del momento. Tal el público de Madrid. En esta Plaza, por un complejo de razones, de las que no sólo es el público el causante, hay el riesgo de que las cosas no se amañen de tan buena manera como en otras Plazas, y el resultado es que los toreros de fama no ponen las zapatillas én su arena. Antes había una pugna en la que a la larga, vencía la importancia de la Plaza: hoy, por torpezas de unos y de otros, el torero tiene ganada la pelea sin lucha. Si choca con la Empresa, ya vendrá la institución benéfica que sea a poner en ridículo a la Empresa y a cargar sobre ella todas las culpas, aunque tenga que poner el aviso de que, por la falta de condiciones reglamentarias de los toros, podrá verlos el público en los corrales y será devuelto el importe de la entrada a quien lo desee.
Sí; hoy, en la púgna, vence el torero. Y las Plazas cuyas corridas era exponente o índice de la valía de los diestros han de ver organizar sus ferias por apoderados y taurinos, para mayor gloria y brillantez del arte.
►►Las ferias y su público
Antonio Díaz-Cañabate
Si a más se encuentran con otra clase de festejes, No los desdeñan, pero sin toros no hay feria.
Es, por tanto, el público feriante, optimista, predispuesto al aplauso, sin grandes exigencias técnicas.
En realidad, el espectáculo en sí no les interesa apenas. Lo adjetivo a él es lo que le apasiona. Hay muchos para los que la corrida es sólo un pretexto para merendar al aire libre, en compañía de la familia o de un grupo de amigos. Por esto, en bastantes ferias, en las corridas, antes de la salida del cuarto toro, se hace una pausa en la lidia para que la gente pueda comer y beber con toda tranquilidad.
Y luego se comenta, no la corrida, sino la empanada que llevó el señor Alberto, que estaba colosal. No digamos nada de las botas de vino, esas botas que caen a los pies de los toreros cuando pasean su triunfo por el ruedo, como si el espectador arrojara su hígado o sus pulmones; es decir, como si se desprendiera de algo que le es vital. Lo que se ve bien cuando la bota le es devuelta, pues lo primero que hace es aplastarla contra su pecho, y luego la empina con los ojos sonrientes y después se la guarda en su regazo, con el mismo amor de la madre que acuna al hijo entre sus brazos.
Al público de las ferias lo que de verdad le gusta es chillar, manifestar su contento o su indignación quedándose ronco, para presumir más tarde…
–¡Fíjate lo que me divertiría en los toros, que ni hablar puedo!
Una pregunta que he oído formular frecuentemente a los toreros por gentes cándidas e inocentes es ésta:
–¿Ustedes oyen en el ruedo los insultos del público?
Y esas inocentes y cándidas gentes se quedan tristes si el torero responde que no, y, sin disimularlo, se sonríen cuando la respuesta es afirmativa. Pequeñas y míseras vengancillas del mediocre ante el triunfador.
Porque ésta es otra característica del público de las ferias: su capacidad y facilidad para el insulto. Esta fea costumbre ya sé que es general, por desgracia, en bastantes de los asistentes a las corridas de toros. Pero el que ve muchas se cansa, y no insulta al lidiador desafortunado más que cuando estima que es absolutamente necesario. En cambio, como el público de las ferias ve una o dos corridas al año, pues se desahogan haya motivo o no. Es muy corriente en los tendidos feriantes oír reacciones como ésta, ante la faena magnífica de un espada famoso:
–¡Anda, granuja, sinvergüenza, estafador, que cuando quieres, bien puedes!
Y esto lo gritan a tiempo que se están rompiendo las manos de tanto aplaudir. Lo de sentirse estafados es achaque general en todo espectador de corridas.
«Hay muchos que creen que los toreros están mal adrede para que ellos se indignen, porque a ellos no se la da nadie.
Y, créanme estos suspicaces, no lo hacen aposta; es que el miedo manda unas veces y el toro otras. Por lo demás, insisto en que esta clase de público es un pedazo de pan… mojado en, vino.
A las corridas de feria asisten las señoritas de la localidad muy puestas de mantilla y con el mantón de Manila al brazo, mantón que extienden en la baranda del palco o de la grada. Loable costumbre, que aun debiera tener más extensión y arraigo.
Las señoritas con mantilla, al menor pretexto, se ponen de pie para lucirse más y mejor.
Les sería muy difícil explicar lo que sucedió en el ruedo, porque ellas fueron a los toros a airear la mantilla y el mantón. Constituyen otro espectáculo injertado en la corrida, atraen miradas, sonrisas, piropos.
Una alegría desbordante es la tónica más acusada del público de las ferias.
La alegría única del jolgorio anual. En las grandes ciudades ya la entrada y salida de los toros no existe. La multitud acude a la Plaza en autos, tranvías y «Metro»; pero no en procesión.
En las ferias, sí; en las ferias aun el ir y venir de los toros tiene su importancia, casi tanta como la corrida.
Los hombres van fumando el puro feriante, las mujeres van un poco a rastras, las calles de la ciudad o del pueblo se quedan silenciosas y desiertas.
Ha sonado el clarín. Empiezan los chillidos.
El Ruedo, 4 de julio de1946. Nº 106
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