Diego Puerta y «Escobero»: Cuando en la Enfermería le recibieron con una ovación

por | 3 Oct 2010 | Retazos de Historia

Fue el sábado 30 de abril de 1960, en plena feria de abril en Sevilla, en la que iba a ser la tarde definitiva de Diego Puerta, ante la corrida de Miura. Durante la lidia del quinto, “Escobero” de nombre, el torero del Cerro del Águila había recibido una paliza tremenda, sin volver la cara en ningún momento.   Pero había sido tal la actuación de Puerta, que –según contó Gómez Bajuelo en la edición sevillana de ABC– “dentro de la enfermería, el personal facultativo, admirado del valor de Diego Puerta, lo recibió con una ovación”. No se tiene constancia de que esta circunstancia se haya vuelto a repetir.
 
La de 1959, su primera temporada completa, había sido para Diego Puerta una campaña muy dura, culminada con el cornalón que le propinó un “guardiola” en Bilbao.  Pero el torero no se arredró y apostó por qué la temporada siguiente fuera la que le pusiera en circulación. A costa de aceptar la corrida de Miura, en Sevilla se anunció tres tardes. La primera, la del 29 de abril, toreaba con Curro y con Mondeño; pero no pasó nada de especial, tan sólo buenas impresiones.
 
Pero al día siguiente le esperaba la corrida de Miura, que iba a lidiar con Curro Girón y Antonio Cobos.  Y en los corrales se encontraba “Escobero”, incapaz, pese a su mucha “gaita”, de barrer epopeya como la que se cinceló en el ruedo. La tarde se presentaba gris. Los tendidos, repletos. Puerta vestía un terno bordado en azabache, quizás porque seguía el consejo de Pepe Luis, a quien siempre gustaba, cuando mataba la corrida de don Eduardo, vestir ternos bordados en seda, porque decía que eran “mas ligeritos de peso”.
 
El segundo pupilo de don Eduardo que pisó el ruedo pesaba 597 kilos, recubiertos de capa color cárdena. Larga cambiada, dos varas y faena valiente, sin amilanarse el torero ante aquello que parecía talmente un tren. El quinto, “Escobero”, pesó en vivo 593 kilos y era girón. De salida, un espontáneo quiso dar por sorpresa su golpe de anarquista. Incidente en olvido, Diego lo recibe en el platillo mismo: un lance, otro… La pierna, adelante una y otra vez. Los tendidos, iluminados por el sol de la valentía. Cinco lances, media verónica y un recorte muy a la vieja usanza con el capote al brazo. Se presiente el triunfo. Al menos, la pelea. Brindis a la parroquia. Unos pases por bajo tienen la hondura y el temple justos para quedarse con el toro, que levanta con sus pitones más que el muchacho del terno color caña con bordados en negro. Bajito de cuerpo, sí, ¡pero cómo se crece! Tres muletazos con la derecha y el toro se vence: un pase por alto salva tal situación. Otra vez por el pitón derecho y otra vez el toro que busca, y que encuentra el cuerpo del torero. La voltereta ha sido impresionante, pero Puerta se levanta muy rápido y vuelve a ponerse en el terreno de los compromisos. El toro va acortando el viaje cuando Diego lo quiere pasar con la izquierda. Otra vez la cogida. Si cabe, más impresionante todavía. El público, de pie, asiste atónito a la pelea dramática. Y otra vez el torero que vuelve a resolver la guerra. Unas giraldillas muy ceñidas. Y en cuanto iguala “Escobero”, se vuelca sobre el pitón y todo el acero queda enterrado arriba. Al entrar a matar el pitón le ha rozado el cuello. El toro rueda, sin puntilla, al mismo tiempo que cae desvanecido Diego. El clamor, los pañuelos, la oreja. “Angelete” es el encargado de pasear el trofeo y de llevárselo luego hasta la enfermería, donde se produjo la insóklita escena de la ovación de los médicos.. Y cuando el torero, recompuesto al fin de tantos tarantanes, sale de nuevo al callejón, una ovación estruendosa. Sonríe, sí, sonríe con sonrisa de niño muy travieso después de consumar su jugarreta.
 
 “Hace tres horas – escribió Cañabete en ABC – que terminó esta corrida de otros tiempos. Aún estoy vibrando de una emoción que si desconocida por la mayoría de los espectadores que la sintieron en la plaza, para mí era un reverdecer de la que sentí en mi juventud. Cuando había toros de seiscientos kilos fieros y poderosos y toreros valientes como Diego Puerta, que no se impresionaban ante el poderío y la fiereza”.
 
La tarde de “Escobero” –recuerda el torero— fue el comienzo de lo que luego he sido en el toreo. Me dio ilusión nueva, hizo que tuviera más afición todavía y vi que iba para arriba en el oficio. Luego, en la misma plaza de Sevilla, he cuajado faenas más completas, pero lo de aquel “miura” fue diferente a todo lo demás.
 
Pero la feria no acaba todavía, quedaba la última corrida. Antes de llegar a esta tercera tarde, habrá que dar paso a otro dato,  que luego tanto tendrá que ver en los afanes de Puerta. Se trata de Rocío García-Carranza Ternero, emparentada con la dinastía de los “Algabeño”, a quién Diego acababa de conocer en esta feria.
 
Iba paseando a caballo por el ferial. De frente a por donde yo iba, venía Rocío con una prima suya, Matilde, a quién ya conocía. La saludé y entonces Matilde nos presentó. Al darle la mano, me fijé en ella; allí surgió el flechazo. Estuve paseando con ella hasta por la tarde. Cuando nos despedimos le pregunté si quería salir conmigo otro día. Me contesto que no, pero seguí insistiendo y llamándola. Una de las pocas veces que me ha visto ella torear fue precisamente la tarde de “Escobero”.
 
Volvamos a la arena, sigamos adelante. El domingo, cerrando feria, se anuncia la corrida de los hermanos Peralta, en la que toreaba Diego con Curro Girón y Curro Romero. Entre los aficionados se comentaba que Puerta no iría al compromiso.
 
Se decía que el domingo no toreaba –rememora el torero–. Unos, que por la paliza que me había dado “Escobero”: la verdad es que con tantos gañafones como me tiró, no me hizo ni un rasguño; tan sólo, la paliza de las volteretas. Otros comentaban que después del triunfo con los “miuras” no querría arriesgarme a estropear aquel éxito. Incluso, gente de las que me rodeaban, me decían que no saliera, que dejara pasar la corrida. Pero estaba embalado y con una moral enorme. Quería arrollar, triunfar otra vez como fuera.
 
Y triunfó. Sobre todo en el quinto. Al arrastrarse el cuarto empezó una llovizna tozuda. El toro de La Puebla mansurroneó en varas, saliendo suelto en los encuentros con los del castoreño. El “peralta”, con sus 558 kilos – el de más peso de la tarde -, tenía mucho respeto y más altura que el torero mismo. Se crece al llegar a la muleta. Lo que necesitaba Puerta: un enemigo engallado, pidiendo guerra en el ruedo. Para corresponder a un brindis a don Juan Belmonte, hay que fajarse mucho. Diego lo hizo casi todo el rato por el pitón izquierdo. Los paraguas temblaban de emoción. Se vuelca luego en el morrillo para meterle el estoque hasta las mismas cintas. Quizás la suerte no se ejecutó en este caso con la perfección y limpieza que manda la ortodoxia, pero no puede negarse que Puerta entró con fe, a pecho descubierto, muy a lo “Machaquito”, como diría luego Gregorio Corrochano.  
 
Tan arriesgado anduvo que en el pitón izquierdo de ese quinto toro quedó colgando parte de la pechera de la camisa de chorreras, como un pañuelo más pidiendo las orejas. Pero matar a un toro por derecho siempre fue empresa muy expuesta. “Por eso yo, que presidía la corrida –escribió años más tarde Tomás León– le concedí del astado las dos orejas” Se alzaba así en triunfo, hasta tal punto que el premio de la Real Maestranza al triunfador de la feria — concedido por primera vez en la historia– no tuvo desde los comienzos más que un dueño: Diego Puerta.
 
Después de la feria de Sevilla, subió mi cotización. Me puse ya en dinero y con contratos.
 
Y en efecto, la temporada de 1960 la acabó con 84 corridas, pese a las cinco cornadas, de las 54 que recibió durante toda su carrera.


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