Para qué engañarnos. Ver la gala de los Premios Goya, la gran fiesta del cine, producía bastante envidia. A los millones de personas que vieron por televisión lo que no dejó de ser todo un espectáculo, al menos una cosa le habrá quedado clara: la industria del cine español está viva, consigue triunfos importantes y gana batallas años a año. Un mensaje que al final se traduce en otro bien directo: vale la pena entrar en una sala cinematográfica cuando se proyecto una película española. No cabía una mayor acto de promoción.
Y frente a esa demostración, que resultó hasta apabullante, surge de natural la gran pregunta: ¿Por qué será que en el mundo del toro nada de eso es posible?. Ni en ese gran nivel que se vio en la noche del sábado, ni siquiera en un plano inferior en dimensiones y trascendencia. Lamentablemente, resulta que es hasta impensable plantearse algo de este orden.
Estamos hablando de una industria que recauda algo más de 100 millones en taquilla y que aporta a las arcas del Estado en torno a los 25 millones. Es decir, que no se trata de un monstruo económico, de esos que arrasan con todo su poderío. Quiere ello decir que por su dimensión no es un caso que resulte de comparación imposible con el mundo del toro. Y que como el mundo del toro tiene que luchar contra competidores muy fuertes; no sólo con esas mil diversiones que hoy se dan en una ciudad y que además son gratis, sino también con todo ese grandioso y poderoso mundo que nace de Hollywood.
Si volvemos a las imágenes de la Gala, formando parte de su Academia allí estaba todo el escalafón posible de gremios que interviene en una película: desde los peluqueros y maquilladores hasta los empresarios que invierten su dinero en producir películas. Los había que aún no habían tomado la alternativa —o que la toman en esa noche–, junto a ilustrísimas clases pasivas. Los había con una enorme popularidad junto a otros absolutamente desconocidos para quien entra en un cine. Los había de esos que no tienen fecha libre para incluir un trabajo más y los que trataban de buscar otra oportunidad.
Pero por más diferencias que se quieran hacer, todos demostraban un elemento común y aglutinador: se sentían verdaderamente integrantes de la gran familia del cine, un sentimiento que pasa por encima de cualquier género de distingos y hasta de categorías. Luego cada cual peleará su caso, su trabajo, en competencia con otros muchos, pero eso no constituye un obstáculo para que antes de que eso ocurra todos demuestren una conciencia muy clara de que allí ni sobra nadie, ni nadie es menos necesario que el otro: todos están en el mismo barco y todos, cada cual en lo suyo, resultan necesarios.
Precisamente por eso en su día tuvieron la inteligencia de situar a la Academia en un plano completamente diferenciado de las organizaciones gremiales y sindicales, sencillamente porque son niveles distintos y cada uno debe cumplir su función propia.
Pero esa Academia del cine –añadamos para una mayor precisión– es una cosa de profesionales. Viven muy pendientes de los espectadores, que al final son su razón de ser, como lo hacen de la crítica y la información del sector. Pero en sus asientos están tan sólo ellos. Y es lógico que así ocurra, porque a lo que se trata de plantar cara es a los problemas profesionales comunes de cada día.
Vayamos ahora a lo nuestro. Un grupo de aficionados, creo recordar que mayoritariamente procedente del mundo académico, lanzó va ya para dos años la idea de constituir una Academia de las Artes y la Cultura de la Tauromaquia. Conocedores de la realidad taurina, quienes lanzaron la idea, e incluso la presentaron oficialmente en esa especie de cátedra taurina en la que se ha convertido el Centro de Asuntos Taurinos de Madrid, partían de unas bases sensatas y ajustadas a la situación actual. No se trataba precisamente de una idea descabellada sino todo lo contrario.
Pero va pasando el tiempo y el proyecto no camina, sino que más bien parece estar en hibernación. Y no por culpa de sus promotores, sino porque el mundo del toro no ha tenido a bien tomar en consideración esta propuesta, pendientes como están en ese permanente mirarse el ombligo con sus pleitos internos. Tan es así que se pone uno a buscar en las hemerotecas referencias de profesionales del toro a esta Academia y no encuentra ni una. No es que lo parezca, es que sencillamente para ellos se trata de una propuesta que no existe, si es que no la consideran una bobada inconsistente.
Esta clamorosa desidia discurre en paralelo con una cocina taurina que tantas veces se demuestra muy poco ventilada, o lo que es lo mismo: con un ambiente demasiado cargado. Una cocina, además, carente de todo clima de trabajo en común: entre los nuestros, el chef en ocasiones parece el pinche y así salen luego los platos que se sirven.
Sin embargo, todo el mundo del toro guarda bastantes similitudes con el del cine. Se diría que todas menos una: en la Fiesta el toro hiere de verdad, no es una escena que ruedan con sus trucos y sus habilidades los especialistas del riesgo, como en el ruedo no se da los efectos especiales: todo lo que sucede es real, no es fruto de un montaje por más artístico que sea En el resto, tenemos muchísimas cosas en común.
Y así los gremios taurinos resultan tan diversos como los cinematográficos. Aquí también conviven desde la bordadora, que hace posible el vestido de luces, al puntillero, que remata cuando es necesario la faena. En medio encontramos toda suerte de oficios y profesiones: el empresario, el ganadero, los toreros –desde el jefe de cuadrilla hasta el que hace de “tercero”– y todo tipo de personal auxiliar. Si nos parecemos a contar, con el boletín de la Seguridad Social en la mano para manejar cifras comparables, los gremios taurinos no serían menos que los del cine.
Sin embargo, se carece de un elemento fundamental: el sentimiento de pertenencia a un único sector, de cuya unidad y fortalece depende que se alcancen o no las reivindicaciones y las soluciones a los problemas que hoy se tienen. De hecho, cuando se trata de reunir a todos –ejemplo clamoroso fue la Mesa del Toro–, se acaba a farolazos, como el célebre rosario de la aurora, por la sencilla razón de que en lugar de remar todos en la misma dirección lo que prima es la defensa a ultranza de lo mío frente al interés por los problemas comunes.
Históricamente no han sido capaces unos y otros de considerar que las distintas organizaciones profesionales y sindicales, con sus legítimas diferencias, debieran poner siempre por delante los intereses comunes, que al final se reducen a uno: garantizar la continuidad de la Fiesta. Por el contrario, las hemerotecas están repletas de disputas intestinas, que a la postre no sirvieron para nada importante. Ni en el ayer lejano, ni el hoy de ahora mismo.
Pero si algún día se decidieran a abandonar esta ancestral costumbre de vivir separados, incluso dándose la espalda de forma maleducada, la fórmula de la Academia de las Artes y la Cultura de la Tauromaquia sería un lugar adecuado para hacer posible la unidad sectorial, algo por el que e viene clamando desde hace muchísimas décadas, pero que al final nunca dejó de ser una utopía. Sin embargo, la vía de la Academia es perfectamente transitable: no hay más que seguir los pasos que ya dieron las gentes del cine.
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