El llamado movimiento de liberación animal que pretende reconocer derechos a los animales, equiparándolos a los humanos, usando la intimidación y la violencia cuando le conviene, supone una regresión histórica descomunal. Echa por tierra las bases del Humanismo alcanzado desde el fin de la Edad Media que proclamó la soberanía del hombre sobre la naturaleza –para gobernarla y respetarla– y la dignidad de la persona como base del orden social.
Equiparar, como hace el animalismo más radical, la persona humana con el animal en el trato, los afectos, las necesidades y las obligaciones significa colocarnos en una pendiente que conduce directamente al totalitarismo. Hay, en sus mentes más atrevidas, un plan oculto cuyo primer paso es la prohibición de las corridas de toros y la presencia de animales en espectáculos, circos, carreras y zoos, para acabar eliminándolos como fuente de alimentación y vestido para el género humano.
La aspiración última del movimiento vegano, en su dimensión política más extrema, aspira a imponer un régimen alimenticio en el que desaparecerán los productos de origen animal como la carne, el pescado, los huevos y la leche y sus derivados. A través de una dieta impuesta como en las órdenes medievales se aspira a uniformar el comportamiento humano y a favorecer una convivencia idílica entres seres purificados, libres de instintos violentos y de intereses contrapuestos. Un remedo de paraíso terrenal.
La prevalencia de las necesidades humanas sobre las de los animales es negada por el núcleo duro del pensamiento animalista extremo. Los animalistas radicales se oponen al progreso de la medicina a través de la experimentación o el sacrificio de animales y pasan por alto tratos aberrantes como la de aquella señora de Miami que paseaba a su perra chihuaha con un collar Cartier de diamantes y a la que dejó en herencia al morir dos millones de dólares. Más cerca, hemos asistido atónitos al caso del perro Scalibur, presunto portador del ébola, cuya vida se defendió con desprecio total al riesgo de contagio humano.
El teórico más importante del pensamiento animalista radical, el filósofo americano Peter Singer mantiene en una obra de título tan revelador como “Desacralizar la vida humana” que el animal humano y el no humano son “seres sintientes” con capacidad para experimentar dolor y felicidad. Y que, por tanto, el trato o los recursos que se destinan a ambos, en caso de incompatibilidad, debe estar en función de esa capacidad sensitiva del hombre y del animal. Por ello, animales no humanos con alta capacidad perceptiva deben ser atendidos con preferencia sobre aquellos humanos que presenten graves deficiencias como las personas en coma , los fetos, o los recién nacidos con grave discapacidad.
Excuso decir que las personas individualmente, o asociadas en círculos afines, gozan en nuestras sociedades modernas del derecho de organizar sus vidas con arreglo a sus valores y a sus gustos. Pero tan sagrada como esa libertad es la de los demás para disponer de la suya sin coacciones ni interferencias.
Los movimientos animalista o el vegetariano son amplios y abarcan sensibilidades distintas, algunas con intenciones sanas de mejora de nuestra relación con los animales, de preservación de la naturaleza o de mejora de la calidad de nuestra forma de alimentarnos. Pero detrás, y en los márgenes de esa corriente, intenta apostarse un movimiento que aspira a la utopía de un mundo libre de opresión, que justifica para lograrla el empleo de la violencia, y cuya primera meta es la liberación animal.
La faz totalizadora de ese movimiento presenta una de sus manifestaciones más claras en el antitaurinismo prohibidor de las corridas de toros, del que hoy se ha contagiado un sector de la izquierda más radical, desconocedora de las raíces populares de la Fiesta. Después de haber perdido el referente de la explotación de la clase trabajadora tras las experiencias soviética, china o coreana, pretenden encontrar en reivindicaciones sectoriales como la explotación animal una ocasión de canalizar el victimismo inherente a sus programas y a sus aspiraciones para alcanzar el poder.
En Francia incendiaron la casa de André Viard, ex torero y Presidente del Observatorio de las Culturas Taurinas, con su familia dentro. Allí se han dado agresiones a los asistentes a los cosos taurinos, y han osado abrir las puertas de los corrales y de los camiones de transporte para que escaparan las reses por las calles con el consiguiente peligro público. La intervención de la guardia republicana y la defensa de la tauromaquia que lleva a cabo el Gobierno francés y los Prefectos de los Departamentos han logrado ir poniendo coto a estas acciones. En Francia, además, se han prohibido las manifestaciones antitaurinas coincidentes con los días y las horas de celebración de los festejos.
En España, la violencia antitaurina, salvo casos aislados como la paliza a una candidata de Vox en Cuenca, adopta la forma del insulto, la injuria y la coacción verbal a los asistentes a las plazas, con una permisividad de las autoridades que esperamos acabe cuanto antes. La militancia antitaurina, bien organizada y subvencionada por algunas multinacionales de alimentación y cuidados de mascotas, manifiesta su hostilidad tratando de cargarse o enfriar el aire festivo de los eventos taurinos, enrareciendo el clima con insultos a los toreros y aficionados y haciendo antipática la concurrencia a la plaza. Seguir los pasos de Francia en la defensa de la Fiesta taurina debiera ser el objetivo de las asociaciones taurinas y de los responsables del orden público.
En cualquier caso, es preciso distinguir entre un animalismo violento, –claramente delictivo y reprimible por los poderes públicos en defensa de la libertad de todos– de un movimiento antitaurino prohibicionista que usa para alcanzar su fin prohibitorio exclusivamente medios legales, sin agresiones, coacciones ni escraches, que es plenamente legítimo y al que hay que dar respuesta con la razón y la dialéctica.
De ambos se separa un antitaurinismo no prohibicionista que aunque no considera a los toros patrimonio cultural ni desea su promoción por las autoridades, se manifiesta contrario a su prohibición en base al principio de libertad de conducta de las personas. Esta es una opción tan legal como la nuestra de defender y promocionar la tauromaquia como bien cultural y patrimonio artístico de nuestro país.
Dicho esto, y enfocando ahora a los animalistas y prohibicionistas, sorprende que utilizan para sus fines argumentos que demuestran no haber presenciado nunca una corrida de toros, ni haber sentido de cerca la presencia de ese maravilloso animal en su hábitat natural, la dehesa. Se identifican con un toro al que no conocen, ajenos completamente a lo que sienten de verdad los actores y asistente a un espectáculo al que Federico García Lorca no dudó en calificar, con fervor encendido, como “la mayor riqueza poética y vital de España”
El contagio social de un animalismo mal entendido, o falsificado, se ve favorecido por el paulatino alejamiento de la naturaleza y de las vivencias del mundo rural de la mayoría de la población urbana: los corrales de las casas con aves y conejos, los perros de guarda o de caza, los animales de tiro o labranza, los establos, la matanza en casa para el abastecimiento de carne, la pesca en el río o la persecución de las alimañas en el monte etc.. Son experiencias vitales sustraídas a la vida de buena parte de la población.
Hoy desde pequeños la relación con el mundo animal pasa por los muñecos de peluche o los dibujos animados en los que los animales hablan, juegan y sienten como las personas, lo cual fácilmente inclina a considerarlos y tratarlos como iguales a nosotros con ignorancia supina de su ser real. Esto lleva a humanizarlos, es decir, a convertirlos en algo distinto a lo que son o han sido hasta ahora, a desnaturalizarlos.
En puridad, al tratar sobre los animales no podemos ignorar sus diferencias abismales ni usar un solo criterio para referirnos a ellos. Es absurdo no distinguir entre un animal doméstico y uno salvaje. Perro, gato, lobo, hiena, elefante, rata, hormiga, cucaracha, golondrina, pez, bacteria, vaca, ave de rapiña etc. son diferenciables y cumplen respecto al hombre funciones distintas por lo que debemos adecuar su trato con ellos a sus características y a los servicios o utilidad que nos prestan, como sostiene el pensador y aficionado taurino francés Francis Wolf en una obra de lectura imprescindible : Filosofía de las corridas de toros.
Dentro de ese multifacético mundo animal al servicio razonable del hombre, al toro bravo le corresponde -con una vida privilegiada y una muerte digna cara a cara con un hombre que se juega la suya en ese trance- el favor de protagonizar y permitir a la humanidad la pervivencia de un mito ancestral, transformado en arte desde el siglo XVIII.
La corrida de toros es un rito-espectáculo en el que el hombre pone a prueba su entereza ante un peligro mortal, transformando la violencia de la acometida de un animal en una cadencia de movimientos que trazan una expresión corporal bella y liberadora de tensiones materiales. Algo así como la transformación del preludio de un drama en un poema plástico.
Ese rito, como tal sometido a una liturgia decantada en el tiempo, debe culminar en el triunfo simbólico de la vida humana sobre la muerte encarnada en la del animal. Un final feliz que libera al espectador de sus miedos previos por la suerte de su semejante, que le llena de admiración hacia él como autor de una proeza ejemplar, y que le da ocasión para celebrar ese final feliz, con gozo, como una fiesta. De ahí el nombre de Fiesta de los Toros.
Esta Fiesta que si bien nos hace olvidar por unos momentos que toda victoria sobre la muerte es provisional, pues la Parca es paciente, también nos enseña que a la hora de la verdad deberemos afrontarla con parecida entereza y dignidad con que mostró el torero en el ruedo.
Si pasamos la vida aprendiendo a morir, como decía Francois Mitterrand, y si el Arte tiene vocación de no perecer, Ars Longa, Vita Brevis, la tauromaquia nos ofrece una lúcida lección para vivir una vida bella y afrontar con valor su destino final.
Los animalistas, que nos acusan de asistir a los festejos para alegrarnos viendo torturar a los toros, no pueden ver ni sentir nada de esto. Son incapaces de comprender lo que pasa por la mente y el corazón de un torero o de calar en los sentimientos de los espectadores. Ellos se identifican con el toro, como si fuera una persona humana transfigurada como el dios Zeus en bovino, sin respeto a su condición, su vida y su destino.
Dos consideraciones finales. Primera, mal puede llamarse tortura a un acto en el que el torturado embiste al torturador poniendo en peligro la vida de éste o hiriéndole gravemente en tantas ocasiones. Calificar a un torero de torturador viendo los rostros de Padilla, de Julio Aparicio o de Jiménez Forte con el rostro atravesado por un asta de toro pone en duda la honestidad y la humanidad de quienes lo hacen. Por no recordarles que las dos cumbres del toreo del siglo XX, Joselito y Manolete, dejaron su vida en el ruedo.
Segunda. Un animalista (no vegano) nunca podría comer un solomillo sin pensar en el animal sacrificado en el matadero tras un transporte forzado y una penosa vida en el establo. El consumo de carne o pescado, habrá que recordarle, no es una necesidad alimentaria obligada, sino una elección entre otras alternativas igualmente ricas en aporte de proteínas. Una elección basada en hábitos y preferencias placenteras de orden cultural que hacen que el animalista no se sienta ni caníbal ni maltratador de animales al sentarse a la mesa. Y es que también la gastronomía, como la tauromaquia, es cultura y no tortura.
El toro es el bovino mejor tratado por su hábitat, alimentación y régimen de vida libre, hasta el punto que los aficionados lo elegirían entre todos los animales para reencarnarse en él de creer en las mitologías orientales del eterno retorno. Y sabemos que la mayor tristeza de un ganadero es la de tener que mandar un toro bravo al matadero, destino forzoso del ganado manso.
La tauromaquia libró a las reses bravas de una vida estabulada, de un destino temprano en el matadero o de la castración para ser uncidos a un carro a un arado. Si se cumplieran los negros presagios animalistas la ganadería brava desaparecería en poco tiempo para ser pasto de despiece en el matadero. Por ello, la tauromaquia no solo es una fuente de cultura para los pueblos que la aman sino la mejor liberación posible para las reses de lidia, y más aún para sus progenitoras y sus raceadores.
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