De gloria y oro

por | 20 Sep 2010 | El rincón de los nuevos escritores

— ¿Y cómo dices que le llamáis ahora al color de este vestido?

— La verdad es que no lo sé muy bien. Pero me da lo mismo, para mí no hay más color que el gloria y oro, los demás no me importan.

 
La marcha hacia la tarde discurría monótona y, sobre todo, lenta, desesperadamente lenta. No diría que pesada, eso no, porque estas vísperas nuestras nunca se hacen plomizas, siquiera sea por la intranquilidad, por los miedos también, para los que no hay remedio. Pero esas ganas de hablar que siempre tiene mi gente, me llegan a desesperar. ¿Por qué no entenderán que los artistas necesitamos del silencio de nuestras soledades? Para colores andaba yo en aquellos momentos. El abuelo Manolo solía repetir muchas veces que somos gente un poco rara, estrambótica, era la definición que más utilizaba, no sé muy bien por qué, digo yo si no sería porque ese palabro le sonaría a él más grave y más rotundo, como un insulto casi. Y algo de razón ya tenía, desde luego, porque cuando a uno le puede partir en dos ese que le espera en los chiqueros, tiene su guasa que nos pasemos las horas discutiendo de colores, qué si esa pañoleta no pega con ese otro vestido, qué si vaya color que has elegido con el mal fario que tuvo la tarde aquella que lo usaste en la corrida de Peñaranda de Bracamonte, qué si vas a aparecer un plato de ensalada con tantos colores encima… En el fondo, un modo nada más de dejar que el tiempo corra, o a lo mejor de echar fuera a todos los fantasmas que te asaltan, cuando parece que se afanan en quedarse muy dentro, como si quisieran carcomerte la imaginación y los empeños, tan necesarios como son para pasar este trance y los que vienen luego.
 
Las vísperas, desde luego, son duras. Aunque quizás mejor habría que decir que están demasiado rebosantes de inquietudes, sí, antes que nada, son eso, inquietudes. Por la vida también, que te la juegas cada tarde, dígase lo que se diga; pero sobre todo por las incertidumbres, porque cuando la tarde aún no han llegado a su momento cumbre, todo se te vuelve interrogantes, hasta si hará o no hará viento se convierte en problema. Y sin embargo, a veces me pregunto, y confieso que lo hago en los umbrales mismos de la angustia, si todo eso es real, si no será que de repetirnos tantas veces las mismas cosas, las acabamos por incorporar a nuestro paisaje íntimo, sin pararnos a pensar si de verdad son ciertas. Dicen que todo eso forma parte de nuestro propio misterio. Vale, de acuerdo, pero siempre que se me acepte que los miedos son míos y nada más que míos.
 
— O sea, que tu vestido de hoy es gloria y oro. Bueno, si tú lo dices…
 
¿Acaso otro color podría justificarnos? De qué me vale a mí buscar colores todos en cualquier arco iris del universo mundo, si luego sólo sirven para ser uno más en el batallón de las medianías. Sólo el situarnos en la antesala de la historia pueda dar un sentido, si lo tiene, a este vivir tan nuestro, todo lo demás diría que se aproxima hacia la nada. La gloria o la oficina, ahí está el dilema verdadero, qué otra cosa podría ser. En los tiempos antiguos se trataba, eso dicen al menos, de ahuyentar los espantajos vivos del hambre y la miseria, mejor una cornada que carecer de un plato de potaje, tal era la cuestión; pero desde que llegó el 600, todo eso ya es cosa pasada, lo raro justamente sería que no lo fuera. Ahora mis hambres se llaman de otros modos, pero no por eso resultan menos hambres. El hambre del anonimato entre las muchedumbres de los sin horizontes, el hambre por la ausencia del aplauso y el triunfo, el hambre de alcanzar la meta última sin otras ataduras que las mías, el hambre, en fin, de no deberle nada a nadie.
 
Pero, para qué engañarnos, la gloria también encierra otras cosas, que son muchas y hasta multicolores. Por eso, lo que corresponde, y corresponde mucho cada día, haya o no toros, no dejará de ser un abaleo a fondo, como aquellos que permitían a las mujeres de mi pueblo separar el trigo de la paja. Y así, se hace necesario separar los fulgores clamorosos del momento luminoso, que nada en esta vida impresiona más que eso, de la realidad verdadera de recibir luego una liquidación que no deja limpio ni para tabaco. Y, cómo no, habrán de separarse los partidarios entusiastas, más que nada los días de puerta grande, de los amigos fetén, y no son tantos, que se quedan contigo la noche silenciosa que le sigue al tremendo fracaso de la mediocridad. Pero seamos claros, también debemos tener la honestidad de separar la sonrisa de anuncio, incluso cuando hasta tiene apariencias de real, que lanzamos en ocasiones al tendido para dar a entender cuánto de brillante hay en nuestra actuación, de aquello otro que uno realmente siente en la verdad de los adentros.
 
Y con la gloria, con esta gloria y oro, también llegan más cosas, diría que todas gratificantes, incluso cuando no son reconvertibles según los criterios fenicios del papel moneda. La gloria viene a ser la culminación de una cadena de esfuerzos, la mayoría inapreciables por terceros, que concluyen en la reafirmación íntima de quien se siente creador de un arte nuevo, porque a la postre qué otra cosa somos los toreros sino escultores de magia, casi prestidigitadores capaces de inmortalizar lo efímero. A la gloria nos aproximamos cuando uno demuestra las fuerzas y los oficios necesarios para resolver los problemas zainos, los que sean, tan cambiantes como suelen sucederse en un ruedo, hasta auparnos al pedestal de un cid campeador que no pierde batallas. Y la gloria siempre ha sido, y hoy también, la satisfacción por el chispazo imborrable de un lance sublime, a lo mejor sin pareja para formar doblete, pero inconmensurablemente rebozado en los patrones más clásicos.
 
—- Así que esta tarde nos vestimos de gloria y oro. Pues que bien…
 
— Si no le importa, mayormente quien se viste soy yo…
 
Desde luego, algo atávico tiene que anidar en nosotros, para que a sabiendas y, desde luego, con premeditación muy pausada, no es que nos prestemos libremente a toda esta vida, es que la deseamos, la necesitamos como el aire. Qué razón tenía el abuelo cuando me decía que la peor corrida siempre es aquella que no se contrataba, esa sí que era mala, porque supone tanto como tener que renunciar a tu mismo yo. Quedarse sentado en el salón, cuando a esas horas deberíamos enseñorear la figura hasta con chulería al cruzar un albero de vaya usted a saber donde, ahí sí que radica el peligro mayor que nos acecha. Hasta las femorales pueden tener arreglo, que al final las blancas y amables manos de la Misericordia nunca nos dejarán del todo de su lado. Pero quedarse en casa, para eso no se inventó remedio que endulce el mayor de los fracasos. Y es que frente al vestido gloria y oro de mis esperanzas no cabe oponer nunca el catafalco y azabache de la tragedia; no, su oponente verdadero y propio siempre será un terno del color de la nada, que es lo que mejor representa la máxima impotencia de no tener ocasión ni lugar para que afloren tus sensibilidades y tus inspiraciones.
 
¿El dinero?, ¿dónde queda el dinero?. Es cierto, el dinero encierra sus alegrías, que no son pocas, siempre ha sido así. Pero sólo en dineros no se puede medir, es imposible, lo que supone acudir cada tarde, a hora cierta, ante la cara del peligro, del riesgo límite, y, además, tan sólo y nada más que para materializar tu sentido del arte. ¿De verdad alguien se cree que Goya necesitaba de una bolsa de monedas para azuzar la creatividad inmensa de sus cuadros? Como mucho diría que el dinero arregla nuestro pensar en el mañana; pero en el presente de las cinco de una tarde cualquiera, si piensas en dinero no te vistes, ni de este gloria y oro, ni de ninguno otro, que al final mejor nos iría a todos si engancháramos una buena primitiva, incluso cuando no tiene bote. Pero, claro, cómo va a compararse el dinero que se gana, aunque sea mucho, en una rifa que el que nos llega como compensación por haber sido capaces de parir la obra inmortal de una faena gloriosa. Los billetes, desde luego, serán los mismos; la satisfacción, nada tiene que ver. Por eso, el dinero tiene su sitio, desde luego, pero no puede entenderse como la razón principal. Por dinero se sube uno al andamio o va a la oficina; sólo por unos cuantos billetes, incluso si son muchos, no se viste uno de torero. De Martincho a nuestros días, siempre ha ocurrido así.
 
–¿No sería mejor que te pusieras este otro terno verde? Con la tarde que hace…
 
No entienden casi nada, aunque lo sepan todo. Cómo habría que explicarles que paso de colores, que en mi cabeza, pero sobre todo en mi corazón, sólo queda el espacio necesario para meter la gloria. Debe ser un imposible, primero tendrían que saber distinguir, y no lo saben, lo mucho que separa a la gloria de ese otro pariente suyo que llamamos triunfo. Aunque se parezcan en algo, nunca debiéramos entenderlos como ligados por una relación de consanguinidad. El triunfo, sí, ese si se mide en dineros, porque al final se reduce a las estadísticas de tantas tardes, tantos éxitos. La gloria, no, la gloria es todo lo demás, lo que no se puede tasar con ninguna de las unidades que utilizamos los hombres, porque sólo es posible medirlo en el hondón del alma, cuando se ha alumbrado el milagro, o a lo mejor el misterio, de haber convertido en realidad los sueños todos de las esencias del arte. Que sea rentable o no, eso es otro cantar. Pero, ¿desde cuando las satisfacciones íntimas, las más verdaderas, han procedido de una cuenta corriente? De allí vendrá la tranquilidad por el futuro y por los tuyos, de allí podrá llegar la posibilidad de éste o aquel capricho, pero de allí nunca ha salido la justificación final que explica las razones verdaderas de tu caminar desde el ayer hasta el mañana, sobre todo cuando tu mañana no debe, pero tampoco puede, ser otro más que la leyenda y la historia, como le ocurre siempre a quien aspira no al reconocimiento sino a la devoción de los partidarios confesos.
 
Claro que la cuenta corriente es importante. Nadie ha perdido la cabeza hasta ese punto. Y además, es legítimo y justo que el artista se vea compensado en su esfuerzo; aunque sólo sea para que en la solución de su presente, pueda encontrar la paz y hasta el sosiego que le permiten engendrar más y más arte. Al final, somos profesionales, vivimos de ésto, no nos engañemos. Como profesional yo me ajustaré luego ese terno, dicen que azul imperio y oro, que ahora se airea en la silla; como artista, nunca podría ajustarme una taleguilla que no fuera tan sólo y nada más que gloria y oro. Ahí está el matiz, ahí el misterio. Quizás por eso somos gente un poco diferente, como sacados de las mismas entrañas de la realidad, para catapultarnos hasta el firmamento de la imaginación y de los sueños.
 
—- Ya es la hora, maestro, cuando quiera empezamos a vestirnos…. 

Otra vez la hora, la dichosa hora de los sustos, como tantas veces en el año. Y sin embargo es distinta cada día. Cambia la geografía, cambian los compañeros de aventura, cambian las circunstancias, pero permanece la esencia, la almendra del problema, que dirían en mi pueblo. ¿Pasaremos hoy por el túnel emborronado del supremo fracaso de la indiferencia?, ¿tendrá precio de sangre el que deba pagar?, ¿compensará tanto a mis ilusiones como para quedarme quietamente, cara a cara, frente a la certeza de los peligros desconocidos de chiqueros? Luego, cuando se pase el trago de estas machaconas pesadillas de las vísperas, todo, hasta los miedos, será distinto, es la verdad, con tan sólo pensar que también hoy mi terno se ha podido transfigurar en ese vestido gloria y oro que justifica un empeño, tan alejado del sentir común, pero tan cercano a la mitología de los héroes.
 
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