Zaragoza. Décima del abono. Media plaza. Cinco toros de Prieto de la Cal y uno de Alcurrucén (4º), bien presentados, pero complicados y deslucidos. Fernando Robleño (de marino y oro), ovación y ovación. Alberto Aguilar (de nazareno y oro), silencio y ovación. Carlos Gallego (de verde manzana y oro), ovación y silencio tras aviso.
El anuncio de la ganadería de Prieto de la Cal tiene su parte de tirón en Zaragoza; la de este viernes ha sido, entre las corridas sin figuras, la que mejor entrada se ha registrado. Pero en esta ocasión tras el nombre no hubo nada, fuera de la buena presentación. De los cinco del hierro titular, tres eran cinqueños –uno de ellos, a 15 días de cumplir los 6– y todos respondían al tipo de la casa. Lo malo es que también estaban igualados en cuanto la falta de raza, el viaje corto e incierto, más pendientes del torero que de los engaños. Para no desentonar, el de Alcurrucén se parecía a los demás como dos gotas de agua.
Para el espectador de ocasión, ha sido una tarde tirando a lo aburrido, aunque hay que añadir que se mostró en todo momento comprensivo y correctísimo con los espadas. Para el aficionado, en cambio, ha sido una tarde con tres toreros muy hombres, que se han expuesto más allá de lo razonable, que aplicaron la cabeza para pensar delante de sus enemigos y que han despachado la corrida sin un solo revolcón. No es chico mérito. Por eso, esos aficionados han concluido, con toda razón, que era una tarde en la que el toreo era imposible, según los cánones modernos.
En esta línea de la inviabilidad del toreo moderno, nos gustó la soltura y la firmeza que puso toda la tarde Fernando Robleño, tan marginado como le han dejado cuando en nada desmerece a otros muchos del escalafón. Una actuación propia de quien tiene buen oficio, pero también una presencia de ánimo importante. Tratar de aplicar todo eso a sus toros –el primero, largo y alto como un mercancías–, merece ser reconocido. A los dos, además, los mató con desahogo y eficacia. Por eso, tengo para mí que quien haya sabido ver la realidad de la corrida, la imagen de Robleño ha crecido.
También muy digno y bien dispuesto estuvo Alberto Aguilar; la verdad es que estuvo lo que se dice hecho un tío. Cómo serían sus dos toros para que, después de echar una buena temporada matando las corridas más duras, a la última ni malamente le haya podido sacar un muletazo a sus toros. El publico se molestó con su tardanza con el descabello en su primero: mi desacuerdo con las molestias, porque el toro tenía la testuz hasta por encima de la cabeza del torero y acertar era igual que acertar la bonoloto, pura casualidad. A su segundo lo dejó rodado de un gran espadazo.
Cómo premio a un éxito en la primavera, el local Carlos Gallego recibió la “oportunidad” de matar esta corrida. De esa lotería no compro un décimo ni aunque me aseguren que esta premiado. Pero el toreo está así. Sin embargo, el torero aragonés, que esta tarde hacía el tercer paseíllo de su vida como matador de toros, hizo un papel mucho mejor de lo esperable para su escaso bagaje. De primeras, no se dejó comer la moral por lo que iba saliendo por los chiqueros. Luego se ponía ante sus enemigos como si fueran buenos, para intentar el toreo de verdad, con la muleta plana y echándosela al hocico. Y para remate no se desanimaba ante la inviabilidad de sus intentos. Por eso, sobre el tapete dejó claro que quiere luchar por hacerse un sitio en este carrusel del toreo.
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