MADRID. Tercera de las novilladas nocturnas. Media plaza. Novillos de José Cruz, bien presentados y muy manejables, algunos muy buenos. Jiménez Fortes (de azul cobalto y oro), vuelta y palmas. Conchi Ríos (de turquesa y oro), dos avisos con silencio y dos orejas. López Simón (de blanco y plata), palmas y palmas. Conchi Ríos Salió por la Puerta Grande.
Junto a dos novilleros ya muy conocidos de la afición madrileña, debutaba en Las Ventas la murciana Conchi Ríos, recién levantada de la cama, aún con los puntos puestos, después del cornalón que sufrió hace unos días en Francia. Y no se le notó que venía de la clínica. Un punto a su favor. Luego se anotó otros puntos positivos, en medio de un borrón: su mal manejo de la espada en su primero. Positivo y con enjundia fue su toreo al natural, con muletazos profundos y templados, lo que se dice gustándose. Similar ocurrió con la mano derecha. Se la vio también fácil en el manejo del capote. Pero si en el de su debut anduvo así, en el quinto mejoró, con una faena de muleta muy ligada en un palmo de terreno en el centro del ruedo, sentida y siempre con mucha cabeza.
Si no llega a ser por el clamoroso fallo con los aceros, a su primero le podría haber cortado una oreja. En su segundo, la espada funcionó con eficacia y llegó el triunfo de dos orejas. Pero en cualquier caso, lo verdaderamente relevante fue que su paso por Madrid ha sido serio y muy profesional. El futuro no está escrito, pero esta Conchi Ríos no un simple hecho anecdótico.
Ante su alternativa dentro de unas semanas, volvía nuevamente a Madrid el malagueño Jiménez Fortes. Nada nuevo que opinar. Mantiene su buen concepto del toreo, con las lagunas de oficio ya advertidas, todas ellas corregibles simplemente con la acumulación de festejos.
También regresaba otra vez al ruedo madrileño López Simón. Estas repeticiones tan seguidas, sin haber mediado una revolución, tienen más aspectos negativos que positivos. Digno de aplauso es su disposición de no rehusar un compromiso tan grande. Pero es bien sabido que tantas actuaciones seguidas, sin tiempo para evoluciones imposibles, acaban restando interés a lo que haga el torero. Todo suena a conocido. Y eso puntúa en su contra. Esta ocasión no fue una excepción a la regla general.
Tomaba hoy antigüedad en Madrid la ganadería de José Cruz. Una presentación afortunada, aunque el ganadero aducirá que le habría pedido más a seis novillos. El criador envió para la ocasión una novillada pareja y bien hecha, que dio opciones a la terna; especialmente bonancibles fueron primero, segundo y especialmente el quinto. Tenían sus cosas, como todas las reses bravas; algunos, unas fuerzas medidas. Pero sin ninguna pega irresoluble, sabiéndolos entender, conociendo los terrenos que había que pisar, teniendo aprendidas las bases de este oficio, que es lo que hay que pedir a un novillero que viene a Madrid.
Este José Cruz, quizás no muy conocido del gran público, es un taurino de los pies a la cabeza, que ahora cumple su sueño de ver cómo nacen y crecen sus reses bravas, en la paz de las dehesas castellanas. Pero detrás de este ganadero se encierra la historia de una afición sin límite. Hace ya más de 30 años, cuando todos éramos más jóvenes, José Cruz era un batallador incansable en su negocio, eso que ahora le llaman un emprendedor. Un buen día tuvo la ocasión de subcontratar la plaza bilbaína de Vista Alegre, entonces regentada plenamente por Manolo Chopera, para dar novilladas. Cruz convirtió aquella oportunidad en la verdadera “edad de oro” de Bilbao como plaza para los novilleros. Temporadas hubo en las que programó hasta 17 festejos con caballos. Y lo que es más grande: supo meter a la gente en los tendidos. De esta forma se enamoró Bilbao de El Niño de la Capea o de José María Manzanares, por entonces unos muchachos sin edad ni para entrar en quintas. Qué merito y qué afición tuvo aquella aventura. Por eso, si ahora triunfa en su soñada faceta de criador, no hace más que recoger lo que sembró, que fue mucho.
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