“E pur si muove”.
Aquel “y sin embargo, se mueve”, que a la Humanidad le gritó Galileo, puede ser de aplicación incluso literal a la Comisión Nacional de Asuntos Taurinos. Pese a que su proyección pública es desproporcionadamente inferior a su trascendencia, pese a que el entusiasmo de los profesionales del taurinismo es perfectamente descriptible, pese al escepticismo de tantos, pese incluso a sus propias carencias –que las tiene y nada despreciables–, aquella CNAT que nació a iniciativa del navarro Carlos Salvador en el Congreso de los Diputados, cada día se reafirma como organismo vivo, destinado a dar mucho juego, a poco que se empeñen sus protagonistas.
No camina, desde luego, al ritmo que a muchos nos gustaría, metida como está en un enredado mundo administrativo, en el que hay que convertir en realidad el imposible de los equilibrios inestables entre unos y otros, dentro de un mundo cruzado de intereses particulares, ya sea en el ámbito de la cosa pública, ya en el marco de las actividades privadas. Pero “sin embargo se mueve” y lo hace de forma incluso superior a lo esperable para los medios humanos y económicos de que dispone.
Cuando el ministro Wert tuvo particular interés en enfatizar desde el primer momento y en sede parlamentaria que para esto de la Tauromaquia no habría un solo euro público disponible, ya vino a decir en la práctica que iba a ser cuestión menor, en la medida que no contaría con disponibilidades presupuestarias. Esta discriminación llega ya a su culmen cuando desde el ministerio de Hacienda se promueve ahora una política de incentivos fiscales y otras medidas para los espectáculos musicales y teatrales, que el propio Cristóbal Montoro calificó como “los mayores incentivos fiscales a la producción de cine y espectáculos registrados históricamente en España”. Allí tampoco tenía cabida la Fiesta, siendo el espectáculo público que mayor aportación en concepto de IVA hace al Estado.
Digan lo que digan quienes militan en la oposición a la Fiesta, estas rotundas discriminaciones de la Tauromaquia con respecto a otras disciplinas de la Cultura, constituyen un verdadero sinsentido, por no decir que son el fruto de un “síndrome” peor: un insalvable complejo de inferioridad frente a cualquier protesta que se levantara. ¿Por qué sí es políticamente correcto dedicar fondos públicos a la Opera –espectáculo minoritario y elitista donde los haya– y en cambio hay que mandar a los infiernos de la indigencia a la Tauromaquia? Desde luego, lógica no tiene semejante planteamiento. Pero es lo que impera.
Pero hay que reconocer que tampoco los profesionales de la cosa taurina, ahogados como están por el acoso de la crisis económica, están dispuestos a decir, aunque sea en una modesta dimensión, eso tan castizo de “¿a cuanto cabemos?”. Esperan al maná del erario público que nunca llegará, al menos por ahora.
Aunque en el Ministerio de Educación se opine lo contrario, el otro gran hándicap con que se encuentra esta Comisión es la ausencia de una normativa actualizada que regule su composición y su funcionamiento, en lugar de regirse por una orden ministerial que está absolutamente obsoleta. En pura lógica administrativa, una vez creada la Comisión lo primero debió ser dotarla de una normativa acorde con los tiempos que vivimos. Los simples parches que se hicieron en su día, eran insuficientes de todo punto. Entre otras razones porque esas inconcretas funciones ejecutivas que se prefiguran en la vigente Ley de la Tauromaquia, precisan de una regulación para ser efectivas.
Pero se prefirió, en cambio, echar a andar para que, maquillada con unos cambios, la antigua regulación siguiera operativa, en espera de que la Comisión se regenerara a sí misma. Si tal paso se dio con el bienintencionado propósito de hacer una regulación participativa, en virtud de la cual los antiguos estamentos –algunos hoy inexistentes o sin valor representativo– firmaran su propia acta de defunción, el realismo de tal propósito rayaba en lo utópico. No hay más que repasar el rechazo que provocó en el muy numeroso pleno de la Comisión, cuando en la reunión de Sevilla se pretendió presentar un borrador de normativa: hubo que retirarlo, aunque esperemos que no tanto como para guardarlo en el baúl de los recuerdos. Con una cosa y con otra, la realidad es que aún no se ha hecho prácticamente nada en esta materia, cuando debía haber sido lo primero.
Pues bien, pese a estas carencias, se le sigue pudiendo aplicar el decir de Galileo: “Y sin embargo se mueve”, continúa su andadura alcanzado objetivos nada despreciables. Pero no nos engañemos: ocurre así como consecuencia directa de la implicación y el entusiasmo personal de algunos de sus miembros. Sin esos empeños personales, hoy nos deberíamos retrotraer a la etapa anterior de la entonces llamada Consultiva.
Esos empeños personales, a los que se podría poner nombres y apellidos, son muy de agradecer, algo que luego muy probablemente no ocurra en este mundo de individualismos elevados al cubo. Pero en el complicado campo de las Administraciones Públicas, cuando además está entreverado con intereses privados, resulta siempre mucho más seguro caminar de la mano de la norma, de la regulación que establezca las responsabilidades concretas que corresponde a cada cuál. Los entusiasmos personales son, insistimos, de agradecer; pero no son suficientes.
Un ejemplo entre otros que se podría poner: se acaba de convocar un gran encuentro internacional, previsto para la primavera próxima. Este era un compromiso del Gobierno desde que aprobó el Pentauro. Sin embargo, para hacerlo realidad han tenido que acudir en su auxilio, y en el de la propia Comisión, el Gobierno de Castilla La Mancha y el Ayuntamiento de Albacete, instituciones que han tenido la inteligencia y el arrojo de invertir en una actividad que a la postre les resultará muy rentable, y no sólo por razones de imagen. Si se hubiera tenido que financiar desde la propia Administración Central, o con los medios que hoy no tiene la Comisión, este encuentro hubiera sido inviable.
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