Carta a un escéptico sobre el riesgo en el ruedo

por | 19 Ago 2010 | La opinión

En Nueva York han comenzado los ensayos de una nueva pieza teatral basada en el relato literario y periodístico el “Verano sangriento” de Ernest Hemingway, que el autor personalizó en la dura competencia que mantenían entonces Luis Miguel y Ordoñez y que, por cierto, tuvo su punto final en Bilbao en 1959, cuando un toro de Palha cogió gravemente a Dominguín.
 
En España no se ensaya: se vive en la realidad. Y es que en esta  primera mitad del mes de agosto, hasta ocho toreros han ido a la enfermería. Y si la contabilidad la ampliamos a la temporada nos situaríamos más allá de la treintena.
 
Parece natural que algunos se planteen, al menos como supuesto para la discusión, si la probabilidad de morir en los ruedos resulta consustancial o no al propio hecho taurino. Por convicción se sabe que ese paso final a la otra orilla solamente está en las manos de Dios, que es quien establece el día y la hora, así como sus circunstancias; todo lo demás son las causas segundas que aducen los filósofos. 
 
Pero en ese marco, que es el definitivo, la posibilidad de que tal día y tal hora vengan a coincidir con un compromiso en los carteles y que tal causa segunda tenga por forma un toro, no resulta indispensable que se materialicen, para cerciorarse del riesgo de esta profesión; basta el peligro remoto, la simple probabilidad de que pueda ocurrir, para poner en valor todo lo que se hace en un ruedo.
 
De tal forma que sin equivocarse cabe pensar que, en la hipótesis de que en la historia taurina no se hubiera producido ni un solo percance mortal -que ha habido muchos-, no por ello necesariamente debiéramos concluir que el riesgo es superfluo.
 
Lo que se trata de proponer, al hilo de este agosto tan duro para la torería, es  que sin tragedias como las Talavera o de Linares, sin Colmenar o sin Pozoblanco, el toreo también seguiría siendo una cosa grande. En el fondo, porque en el platillo de un ruedo se concentra, a pesar de todos los pesares, demasiada verdad. Una verdad que no conoce de escalafones, ni de toreros, ni de plazas, ni de ganaderías. 
 
En el fondo, lo definitivo es que cuando los toreros se disponen a hacer el paseíllo, saben que el peligro existe, por más que se trate de hacerlo remoto o incluso cuanto más improbable mejor. ¡Hay tantos casos en los Anales de la Fiesta de circunstancias dramáticas que no podían ni imaginarse…!
 
La otra cara de la moneda enseña que, precisamente, porque ese riesgo es cierto, al torero se le rodea con justicia de una vitola de superhombre o de héroe. En los hechos taurinos nada puede ser parangonable al momento definitivo de verle la cara al toro, en el centro solitario de un ruedo. Ahí es donde se justifican tantas cosas que rodean míticamente a sus protagonistas. Pero ahí, también, es donde los toros cogen.
 
La probabilidad del riesgo concentra demasiadas variables, que además escapan las más de las veces a la capacidad de control de los hombres. El riesgo primero, desde luego, es el toro, sus condiciones bonancibles o sus peculiaridades aviesas. Pero también hay otros. Y así, el propio factor de la climatología ya hace cambiar el escenario, cuando hemos comprobado los efectos tan trágicos de una simple racha de viento producida a destiempo, que deja al descubierto al torero. También incide, cómo no iba a ser así, su grado de pericia y de adiestramiento, por más que éste sea un factor que los mentores del espada debieran administrar con prudencia, para no exponerle a situaciones superiores a sus capacidades. 
 
Por influir, hasta puede ser relevante a estos efectos el tamaño y el estado del ruedo, que de tener un diámetro adecuado o no, de estar cuidado a ser un erial, media un abismo. De hecho, hubo épocas en las que algunas figuras para lidiar determinados encierros exigían que el ruedo tuviera un cierto número de burladeros, por ejemplo.
 
Pero cuando se piensa en el riesgo, de modo necesario hay que acordarse del primer Tinín de la historia, por entonces ya más que una promesa, que quedó inútil para la profesión por un auténtico accidente: clavarse de mala manera un estoque en la pierna. Hasta en eso hay peligro.
 
Si se mira hacia los efectos dramáticos del riesgo, antes pero sobre todo después de Fleming, se pueden encontrar asuntos que dan que pensar en todo lo que se refiere a la asistencia médica y quirúrgica; no se oculta que entre una enfermería improvisada y el quirófano de Las Ventas, las diferencias son enormes. Es cierto que en este campo se ha avanzado mucho, pero si se relee la prensa también se advierte que ha sido un avance casi a golpe de tragedia.
 
Por encima de estas circunstancias, diría que materiales, en la probabilidad de la cornada influyen, deben hacerlo, factores anímicos del torero. En la historia se encuentran ejemplos clamorosos. Y no es cosa de referirse a esas declaraciones tan solemnes, cuando el torero en el patio de caballos afirma que esa tarde viene a jugársela, se sobrentiende que la vida. Muchas veces  son palabras que resultan casi siempre mecánicas. En cambio, hay  situaciones, profundamente silenciosas, pero en las que late la proximidad del peligro: la decisión definitiva del torero de jugar a un todo o nada. En cualquiera de los casos, esta sobrepresión en el ánimo y en el decidir del torero, vivida además en una heladora soledad,  ha revestido siempre un dramatismo tremendo, tanto que a un aficionado le lleva hasta admirar más la grandeza de ánimo que debe caracterizar a ese hombre.
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Taurología

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