La reciente muerte del gran escritor Carlos Fuentes, trae de nuevo a la actualidad su afición a la fiesta de los toros y el recuerdo de su Pregón Taurino de Sevilla, pronunciado en el ya lejano año 2003, a invitación de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.
Premio Cervantes en 1987 y Príncipe de Asturias en 1994, entre otros muchos galardones, Carlos Fuentes había nacido el 11 de noviembre de 1928 en Ciudad de México (México) y comenzó sus estudios de Derecho, que no llegó a terminar por su interés hacia la literatura, en el Instituto des Hautes Etudes Internationales en Ginebra. Tras una importante actividad como diplomático, literariamente se dio a conocer a través de su obra “Terra nostra”, detrás de la vino una destacada producción, que le situó a la cabeza de los grandes escritores de la literatura del siglo XX, tanto en el campo del ensayo como en la novela.
Su afición por la Fiesta se plasmó en el Pregón Taurino de Sevilla en 2003, uno de los más elaborados y ricos de los que se han pronunciado. Ahí dejó escritos sus recuerdos, desde sus inicios como aficionado hasta su posterior relación con el planeta de los toros.
Recordó entonces el escritor: “Yo fui un niño sin Fiesta. Creciendo en Santiago de Chile, Buenos Aires y la capital norteamericana, Washington, todas ellas ciudades sin corridas de toros, hube de esperar a mi regreso a México, para ver mi primer espectáculo taurino (…) Mi suerte no pudo ser mayor. Una tarde del año de 1945, me estrené como taurómaco principiante, villamelón certificado y al instante entusiasta aficionado, viendo torear en la plaza El Toreo a Manuel Rodríguez Manolete.
Mas si alguno de mis sentidos artísticos aún dormitaba, esa tarde asoleada en la ciudad de México despertó en mí un tropel de emociones estéticas que iban del asombro a la admiración, a la duda misma que semejante entusiasmo me procuraba, al irresistible clamor de la multitud que con un solo, enorme alarido, tan vasto como el océano mismo que separa y une a España y México, coronó la faena.
Viendo lidiar a Manolete en México, aquel lejano domingo de hace ya más de medio siglo, me di cuenta de la más profunda relación del alma hispánica y el alma mexicana. Mexicanos y españoles tenemos el privilegio, pero también la carga, de entender que la muerte es vida. O sea: todo es vida, incluyendo a la muerte, que es parte esencial de la vida”.
Y en otro pasaje afirmaba: “La fiesta brava es un acto hermanado de saber y de fe. La sociedad separa el conocimiento y la creencia. El rito taurino los reúne: en la fiesta, se sabe porque se cree y se cree porque se sabe. La tauromaquia no se engaña ni nos engaña”.
A caballo entre la contemplación del toro y el arte del torear, Carlos Fuentes reflexionaba en su Pregón que el toreo es, es la afirmación del encuentro de las paradojas naturales y humanas. Y en esta línea, para el escritor la máxima paradoja taurina es el toro, al que considera “el único realmente inmortal en el acto de la Corrida”.
Refiriéndose a la corrida, tras definir las Plazas como el espacio público donde se congrega el pueblo en toda su esfera y en todas sus caras, Fuentes sostiene que el torero que “se desprende del pueblo” para que “con su traje de oro” eleva “al nivel de la aristocracia”. Este es un principio vigente y riguroso que en la opinión de Fuentes condensa todo el Toreo.
Más adelante, cuando va sugerir algunas conclusiones, Fuentes se refiere a la relación naturaleza-ser humano y dentro de la misma, la que ambos comparten la vida y la muerte: “El torero puede matar esto es cierto, es un hecho, porque el mismo puede morir.”
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