►La opinión de Zabala de la Serna
José Tomás hace Historia
Impresionante el rictus de José Tomás en la hora del paseíllo. Se caía el Coliseo en la ovación. Un capote colorido sobre un terno gris pizarra y oro mexicano bordado. El saludo reverencial. Y a la verónica la solemnidad intercalada con chicuelinas de manos bajas. Arrastrado el vuelo. El toro de Victoriano del Río, rematado, redondo y armónico. Dos puyazos perfectos, pero en el quite con el capote a la espalda, soltando una mano, amagó con pirarse. Clave el trato de JT en los medios con la muleta para dosificarle su noble condición, mejor por la mano derecha. Faena de corte vertical, geométrica la colocación, las puntas de las zapatillas mirando a la embestida. Estocada hasta la bola. Dos orejas.
El segundo, de Jandilla, salió violento y montado. Astracanada la testuz. Muy berreón. Se dolió en banderillas tras un quite por dentales y tafalleras. Dibujada la serpentina. JT pudo al toro desde un principio por trincherazos. Tres series por abajo con la mano derecha a cámara lenta lo reventaron literalmente. Le quitaron todo menos el mugido. Y ese fondo áspero que no se vio pero que volvió a salir en las manoletinas y sobre todo en el espadazo final: le puso los pitones en el pecho. Cayeron otras dos orejas para una faena exacta.
El del Pilar apareció metiéndose por dentro en capotes. Largas las hechuras. Muy de la casa. Quite afarolado de JT. Y muy poderosas y claves las dobladas del prólogo. Y siete derechazos ligados, siete, sobre la mano derecha. Y otro racimo más tan frondoso. Perfecto. El pitón izquierdo de el de El Pilar no era. Soltaba la cara. Pero le consintió. Paciencia y temple de uno en uno. Un broche por laserninas. Y otro cierre a dos manos, genuflexo y por alto. Estoconazo. Dos orejas y gritos de torero, torero, torero. Sentido de la medida, la variedad y la intensidad. El dominio absoluto.
El cuarto, de Paradé, de nombre ´Ingrato´, saltó al callejón. Susto. Cuando volvió al ruedo, JT lo durmió a la verónica. Y quitó por caleserinas. La faena sin ayuda. Empezó con el cartucho de pescado. Y la izquierda. La faena soñada. A placer. Qué manera de torear, qué izquierda de oro, que despacio. Así lo soñamos. Y por la derecha igual. Sin la ayuda, repito, sin la ayuda. Los pitones pasaban a cámara lenta por las espinillas. Ritmo, compás, ligazón, un sueño. A la gente le dio por pedir el indulto. No sé si lo era o no. Pero el toro era de vacas, o sea. Merecía la pena con tal de ver a JT seguir toreando al natural. Pureza cristalina. Asomó el pañuelo naranja. JT lo celebró. Y simuló la suerte de matar. Dos orejas y rabo simbólicos. De rabo era la faena. Pero JT dejó él máximo galardón en el centro. Protestaron la vida perdonada algunos. La vida ganada con dulzura. E incansable bravura de fondo.
Siguió el recital con un quinto de Garcigrande, castaño, terciado, justo de fondo, para ser seda. Si había sido hierro con el de Jandilla y El Pilar, ahora el pulso para tirar. Un quite por chicuelinas, un galleo con el capote a la espalda. Un final genuflexo apoteósico. Vivas a Colombia, a México, a Francia. Cataluña presente. Se resistía el presidente a la segunda oreja. Era el todo, monsieur. El espadazo. La perfección, el concepto global de una corrida de seis toros, el orden, las lidias. Cayó el doble premio. 10 orejas y rabo en cinco toros. Y la dignidad de los cinco, el respeto al publico y al toro. De los seis. No se recuerda una gesta igual. La entrega y preparación bajo el sol. La de Dios en la tierra de la Tauromaquia.
El último era también de Victoriano del Río. Cumbre la ultima cuadrilla. Otro brindis al publico. "Eres la verdad del toreo", le dijeron. Y un pase cambiado por la espalda para despedirse. Para abrir, para andar en torero. No humillaba el de Victoriano, muy quedo además. Un arrimón en toda regla. Aún había fuelle en ese corazón pletórico. Con todo hecho. Chapó, mil veces chapó. Embistió el fenómeno de Galapagar más que el toro. Como el quite por Gaona. La estocada quedó sueltecita. Seis de seis. Pero no tenía muerte. O sí porque se echó. Qué fecha tan histórica. Oreja para sumar once. La Puerta de los Cónsules esperaba al dios del Toreo.
►La opinión de Rosa Jiménez Cano
¡Ave, José Tomás!
Rozando la perfección. A José Tomás no le queda nada por hacer en el toreo. Su actuación en Nimes le consagra por méritos propios como uno de los grandes de la historia de la tauromaquia. De principio a fin. Desde el paseíllo con Carmen de fondo, arrastrando el paseo por la arena del coliseo romano, mientras los más rezagados escalaban por las ruinas del templo para poder ver al mito viviente en su actuación más completa.
Atrás quedan aquellos tiempos en que el diestro necesitaba un toro muy concreto para triunfar. Joaquín Ramón, su veedor, el profesional dedicado en ir al campo a escoger los animales, se consumía a cada calada del tabaco de liar.
El conocedor acertó con el material. Hubo un recital de mando, dominio y tauromaquia pura. Pudo a los seis animales de principio a fin. No sonó un solo aviso, no sobró un lance, no hubo excesos, ni reiteración, ni insistencia. Tampoco gestos para la galería. Un intimista, centrado e inspirado torero con halo expresó toda su tauromaquia en poco más de dos horas, sin una sola nube.
El resultado puede sonar a exageración, a éxtasis, a locura colectiva. Puede que solo la segunda oreja del primer toro pueda tener algún pero. Lo demás, todo fue medido, paladeado, deleitado. Seis toros y cinco estocadas, en la del segundo, en dos tiempos, salió despedido por el toro. Se tiró tan de verdad que no tuvo salida. Ese fue el único momento de apuro. No se le pudo acusar de tremendista. No hubo lugar al uy, solo al profundo olé, a algún quejido, a los gritos de Visca Catalunya o a expresiones de júbilo: "¿Esto cómo te lo pagamos?"; "Esto es el toreo puro"; "Me estás haciendo llorar". No hubo una nube, solo un sol de justicia y, sin embargo, al término de cada faena se daba una improvisada lluvia de sombreros de paja con corte panamá.
José Tomás, en estado de gracia, estuvo tan técnico como inspirado de principio a fin. Con su cuadrilla habitual, más dos escogidas para el efecto, se cuidó al máximo la lidia. Ni un capotazo de más, ni una pasada en falso con las banderillas. A cada toro, dos puyazos sin buscar los blandos, sin castigar en demasía.
Sería injusto poner nota, escoger un momento. Pero si algo queda para contar a las generaciones venideras será la labor, impecable de principio a fin, con el toro de Parladé. El capote pasó a ser muleta. Salvo el recibo inicial, todo, absolutamente todo, fue por el pitón izquierdo, toreó a una mano con el percal y sin ayuda con la pañosa. José Tomás prescindió, en un momento de inspiración del estoque simulado. Solo el trapo, su muñeca y un toro noble y con pujanza. Más puro imposible. Tan limpio como se sueña, tan reunido como de salón. Sin perder pasos, citando en el sitio, encajado, llevando al animal hasta detrás de la cadera e improvisando los remates. Siete naturales, siete, ligados. Así hasta llegar al indulto. Una vez simulada la suerte suprema él mismo acompañó a Ingrato a la puerta de chiqueros.
Y no todo fueron toros de carril. Con el último, exigente, con sentido, se la jugó sin miramientos, aguantando miradas, parones y avisos. José Tomás tiró de técnica, de la verdad, no de esa que se disfraza de ventaja para eludir compromisos. Muy cruzadito, con la muleta por delante y obligando y tocando con la tela cuando se quedaba dormido el toro a mitad de viaje. Cada pase era un alivio en un tendido incapaz de mantenerse sentado en la piedra.
Hubo gaoneras, recortes, trincherillas, comienzos a pies juntos, cites a distancia, de frente, por detrás, faroles, serpentinas, chicuelinas… Todo lo que se quiera contar. Pero sería injusto poner una nota, ponderar tal explosión de arte con un número. Once orejas, un rabo y un toro que vuelve al campo para padrear pueden sonar a un balance excesivo. Tan justo como abultado, pero que no hace justicia a esta inmensa dosis de emoción en vena.
¡Ave, José Tomás! Máximo exponente del toreo clásico, el que no entiende de modas, ajeno al tiempo. Clamor hasta casi derribar al mito de carne, al redentor de los pecados del toreo, mientras salía por la puerta de los cónsules entre lágrimas, gritos y palmas. Solo queda un problema, ¿de dónde sacar ánimo para volver a una plaza de toros tras contemplar un espectáculo de esta magnitud?
La opinión de Patricia Navarro
Mañana de soñar el toreo y reternerlo para siempre
La locura nos había visitado antes. Los nervios previos. El miedo. El vértigo al presentir que algo bueno nos espera a la vuelta de la esquina. Pero en el toreo pasa, ocurre, que a veces más allá de la arena se desploma el espectáculo. Nadie manda sobre la magia. Nimes bullía minutos antes, mentira, horas antes, mentira de nuevo, días atrás en el tiempo. Incluso preparando ese viaje que en algunos casos era una aventura extraordinaria para llegar a ese sitio y a esa hora. Coliseo de Nimes. Once y media de la mañana. Sol de principio a fin, para todos, que contrastaba hasta herir con las tinieblas de ese patio de caballos. El solo de José Tomás, como se anunciaba en francés en los carteles. Y José Tomás no estaba solo. Pero lo parecía. Legión de fotógrafos y cerco inaccesible. No porque nadie lo impidiera sino porque José Tomás desprende algo que está por encima de este mundo, al menos de los mortales. Un buen puñado de banderilleros para la ocasión. Para la encerrona del año. Y ya de la historia. Y qué historia. Hasta la suya propia la ha elevado a una cumbre inaudita. Pero a las once y veinte de la mañana estaba todo por hacer. José Tomás, vestido de pizarra y oro, aguardaba con la cabeza baja, meditativo, si la levantaba era para mirar a la plaza. Imponente coso. Escenario inigualable para soñar el toreo. Y cuando el toreo repica en 14.000 espectadores al unísono, podemos hablar de locura. Un manicomio de emoción que se desprendió ya a borbotones cuando José Tomás pisó la arena. El solo de José Tomás daba paso. Silencio sepulcral cuando el torero puso pie en el escenario y palmas después para acompañarle hasta presidencia y hasta el fin del mundo, si hiciera falta. Bellísimo paseíllo, preámbulo del ritual. Ovación de gala para el torero antes de comenzar una apoteosis de toreo bueno. No suicida. Se desploman argumentos ficticios. Sin sentir en las entrañas el riesgo, acabamos por abandonarnos al son de su batuta. La del toreo bueno. Sutil, suave, templado, hondo, largo, de plomo y seda. Una y otra vez. Más difícil todavía.
El toreo de capa fue un canto a la variedad. Del primero al sexto. Sin descanso. Ni un paréntesis para desacostumbrarnos de lo intenso. Nada. En todos hubo toreo. Variado siempre. Sorprendente en muchas ocasiones. El primer toro de Victoriano del Río, cómplice el encierro entero de la grandeza del espectáculo, puso la primera piedra antes de acabar camino al cielo. Que debe ser donde aguarda la gloria. El de Victoriano fue toro bueno. Bien presentado. Rematada y bastante pareja la corrida para ser de distintos hierros. Brindó Tomás al público. Y sin mirar al toro, sin levantar la vista de la arena, enjaretó un rosario de muletazos por alto, sin moverse él, latía la afición. La suavidad, el temple, lo fue vistiendo todo en una faena de terciopelo, bonita, natural, sin apostura, sin retorcerse para decir cómo es el toreo que nace de dentro sin forzarse más allá de la verticalidad de la figura. La estocada la puso en lo alto, enérgico el envite, bello, escultural, y como si fuera un pacto con el diablo lo repitió toda la tarde. Cayó fulminante el toro y los dos trofeos, que se nos habían resistido otras tardes.
La vida fluía. Transitábamos la mañana atónitos aunque todavía no éramos conscientes de que la historia nacía ante nuestro ojos y en un marco incomparable, romano, de dos mil años de vida. Quitó al segundo, que era de Jandilla, buen toro también, por navarras, tafalleras y una serpentina de remate. Se había agarrado al piso en los primeros tercios hasta que José Tomás le mostró por dónde estaba el camino. Y sólo había uno. El suyo. El impuesto. No invasivo. Suave, toques justos, inapreciables… Descolgó el toro y cosió el torero los viajes. Cuando encontró la eternidad en el pase de pecho de broche, estalló la plaza. Precioso. Temple para paliar el defecto del toro de puntear el engaño. Manoletinas de cerca, de entrega, de Tomás. Y una estocada milagrosa sin buscar salida. Entre pitón y pitón se quedó enclaustrado. Desenlace feliz para pasear otros dos trofeos. A pares los fue sumando. Otro dos del tercero de El Pilar, bueno por el derecho más descompuesto a izquierdas. El toreo siguió fluyendo como intuición: naturalidad, no cabía otra. «¡Gracias, José!», clamaban desde el empinado tendido. Faroles con el capote y un récord de muletazos por tanda nada más empezar. Cinco, seis, siete, seguimos sumando, el toro los tomaba por abajo, el torero los consentía con limpieza, belleza y mando. Improvisación, recursos y esos olés cerrados de Francia cuando cerró genuflexo y a dos manos. Qué torero. Fulminante la estocada. Pero el clímax, el éxtasis, vino después. Con el toro de Parladé que se indultó. Bien premiar lo bueno, cumbre salvar la vida a un toro que fue tan cómplice, tan inagotable como el ejemplar de Parladé. El toreo se alimenta ahí. Sorprendió, y nos abrió los ojos de un golpe sobre la calidad del toro, cuando tomó el capote por la esclavina, sólo por la esclavina y se puso a torearlo como si fueran derechazos. Brutal imagen. Hasta las entrañas ya de por vida. Después, en los medios, muleta plegada y sorpresón: no llevaba nada más en las manos. Adiós a la espada. Natural más natural con la derecha y con la izquierda. La intensidad, la consciencia de ver una obra de arte fuera del tiempo surgió ahí. No se podía torear mejor. Imposible. Ni en sueños ni en épocas pasadas de las que tanto nos nutrimos. Cumbre de José Tomás. Obra maestra de un maestro de maestros y orgullo nacional a golpe de emociones. Se le perdonó la vida al toro, lo que habíamos visto nos la dio al resto.
Sobrado con el Garcigrande quinto, que tuvo buenas cosas pero duró poco y desigual en el ritmo. El disfrute fue total. Cuando brindó el sexto al público, se caía literalmente la plaza. En pie. La admiración era un balón de oxígeno para la Fiesta. Ayer en Nimes estaba la representación universal del toreo y de las emociones que nos hacen peregrinar en tiempos difíciles: Francia, España, México, América del Sur, rusos… Y un solo punto de encuentro capaz de enloquecer y borrar fronteras.
El sexto de Victoriano se paró. Los pitones se dejó llegar Tomás a la taleguilla. Tan normal, tan armónico, tan torero. Otra estocada. Ni un aviso. Ni un pinchazo. Un solo de José Tomás apoteósico. Vuelta al ruedo. Saludos y más saludos. Encuentro con Vicente del Bosque y emoción contenida, y en ocasiones derramada, en los rostros populares y anónimos. Había dejado huella. La pequeña Puerta de los Cónsules se abrió para él mientras la propia cuadrilla le ovacionaba. También. Terrible la salida a hombros, en esa cuesta arriba que nos permite robar un pedacito de historia. Demoledor triunfo. La cima. La cumbre. Daban ganas de salir y cortarse la coleta. ¿Qué hace uno cuando vuelve a la realidad?
Larga vida, maestro, que como dijo Casas, «José Tomás ya ha muerto en una plaza».
Y ayer morimos muchos por dentro. José Tomás duele. Hasta en las tardes de gloria.
►La opinión de Andrés Amorós
Publicada en abc.es
José Tomás corta 11 orejas y un rabo en Nimes
Apoteosis de José Tomás en Nimes. El maestro de Galapagar ha indultado un toro y se ha ganado un total de once orejas y un rabo. Locura en el coliseo romano, rebosante de gentío y expectación. Y con aficionados de lujo, como el Nobel Mario Vargas Llosa.
De seis estocadas seis rubricó la media docena de faenas José Tomás, que ha entusiasmado con su toreo. Ha cortado ya las dos orejas del primero toro, de Victoriano del Río, en una gran faena. Otras cuatro ha sumado en segundo y tercero.
Y ha salido el cuarto, con el hierro de Parladé, muy noble. José Tomás lo ha entendido a la perfección y la gente ha pedido el indulto. El madrileño ha perdonado la vida al toro, al que ha toreado con emoción al natural, y ha sido recompensado con dos orejas y rabo simbólicos.
Otros dos galardones del quinto de Garcigrande, flojito pero bueno en la muleta. Bien administrado por José Tomás, que ha vuelto a matar con decisión hasta arrancar las dos orejas.
Más complicado ha sido el sexto, de Victoriano del Río, con el que ha andado muy valiente y se ha metido entre los pitones. Nueva estocada, aunque ha tardado más en caer el toro. Oreja para el matador.
José Tomás ha marchado por la Puerta de los Cónsules mientras la gente salía toreando del anfiteatro. Mañana inolvidable en su cierre de campaña en tierras francesas.
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