Comenzaba el cronista reseñando con galanura los recuerdos de sus años mozos: “En el San Sebastián de mi juventud, antes de trazarse el Paseo Nuevo, la calle de Salamanca terminaba en La Zurriola, que así se llaman o se llamaban unas rocas situadas muy cerca de la desembocadura del río Uremea, y entonces el mar batía muy fuerte, singularmente en las mareas vivas de septiembre”.
Más adelante confesaba: “Hoy, en los toros, he vuelto a ver una marea viva de septiembre estrellándose en dos toros de Atanasio Fernández. Me ha vuelto a sobrecoger un temporal de aquellos de La Zurriola de mi juventud. Un torero lo promovió. Diego Puerta. Emocionante galerna taurina que empezó nada más salir el primer toro, que tomó el capote de Diego Puerta pegando brincos que hubieran amilanado a cualquier torero, pero no a Diego Puerta. Otro torero se hubiera puesto a la defensiva. Diego Puerta a cada brinco se arrimaba más. Era como un nadador que se arroja a las olas que saltan en la playa o se precipitan contra las rocas”.
El toro había salido suelto de la suerte de varas, pero llegó al último tercio con genio, con casta, con empuje. “Allí estaba un torero –testimonia el cronista– para sojuzgarlo, para dominarlo con el corazón en la mano que sostenía la muleta, mano vendada por una herida, mano y corazón que llevaban al toro con coraje, con la rabia de las olas de aquella Zurriola de mi juventud. Magnífica faena nimbada con el sol de la gracia, con los destellos del arte, con los fulgores de la valentía. Cada pase, un alarido de angustia. Cada pase, un grito de entusiasmo. Soberbia faena de las poquitas que se pueden ver. Una estocada que tumba al toro como una ola estrellada contra la roca. La gente pide una oreja. Pide la otra. Pide el rabo. El presidente concede las dos orejas y en lugar del pañuelo blanco para otorgar el rabo airea el azul para la vuelta al ruedo al cadáver del toro. ¿Señor presidente, pero se hizo usted un lío?”.
Quedaba todavía el cuarto de la tarde. Como muy bien apunta Cañabate, “casi todos los toreros, cuando han obtenido un triunfo tan rotundo como el logrado por Diego Puerta en el primero, en el otro se dejan ir, no se esfuerzan”. No ocurre así cuando en el ruedo está este torero. “Y salió el cuarto. Tomó dos varas. Y salió Diego Puerta como el primero, con el corazón en la mano. No creí estar en la plaza. Estaba en La Zurriola”. Y más adelante señala: ”La faena de Diego Puerta sobrepasó la del primero. No soy propenso a la emoción. Me emociono en contadas ocasiones. Muy fuerte tiene que ser la sacudida para que mis nervios se alteren. Diego Puerta me emocionó como emocionó a todos los espectadores. Diego Puerta unió el valor al arte y está conjunción solo contadísimos toreros la consiguen. La faena de Diego Puerta sobrecogía, y, al mismo tiempo, admiraba, igual que las olas potentes de La Zurriola. ¡Qué hermoso el coraje de Diego Puerta, qué hermosura el arte del toreo ejecutado así, unidos la rabia y el temple! Media estocada sin puntilla. Para una faena semejante, las dos orejas no son nada. Hubiera habido que darle a Diego Puerta La Zurriola”.
Y al concluir su crónica, don Antonio incluyó un breve pero definitivo epílogo: “Diego Puerta y la Zurriola no es el título de una crónica, es la acción de gracias de un pobre crítico que, al fin, puede echar al vuelo las campanas de su emoción y de su admiración”.
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