En aquella mañana de agosto, sentados bajo su árbol de su finca "Hoya de los Toriles", recordaba Antonio Márquez que "en mi familia no había tradición taurina alguna. Lo único que en nuestro barrio, el de Embajadores, vivía Vicente Pastor. Por eso me empezó a coger la afición. Eso y, sobre todo, las ganas de salir de allí, de las dificultades. Por eso me decidí a ser torero".
Nacido en abril de 1899, con catorce años torea por primera vez, en una becerrada montaba en Madrid por los empleados del Teatro Novedades. Y al año siguiente mató su primer becerro, en un festejo organizado por el Partido Reformista, y poco después otra becerrada en Cercedilla, cuando estando en el tendido le autorizaron a dar muerte al becerro, porque su matador no había conseguido hacerlo. Cubierta estas primeras letras, de inmediato empieza su formación intensiva. "El bachillerato taurino lo hice en Salamanca. En aquella época andábamos empezando Juan Luis de la Rosa, Manolo Granero, Chicuelo… Todavía recuerdo como daba el pase natural y el de pecho De la Rosa, nunca lo he vuelto a ver tan bien hecho. Qué pena que luego se malograra como torero".
Y pudo hacer sus estudios taurinos en la capital charra gracias a los primeros dineros que ganó en Aragón. "Como había toreado bastante por allí, un año me incluyeron en la novillada de feria. Con los 4.000 reales que gané me pude pagar todo el invierno en Salamanca. La pensión completa me costaba tres reales y medio. Recuerdo que Chicuelo no andaba sobrado de dinero y yo le invitaba a cara que me explicara como toreaba él. Bueno, eso cuando le dejaba su tío, "Zocato", que lo ataba muy e corto, como hay que hacer con los toreros".
Con semejante aprendizaje se presenta con caballos en Tetuán de las Victorias, el 27 de mayo del año 17. Y ya lanzado cuatro años más tarde Juan Belmonte lo convierte en matador de toros en la Monumental de Barcelona. "En aquella época, como en todas, para poder abrirse camino era necesario el valor, pero también tener la cabeza clara y una buena dosis de arte". Pero cuando tenía por delante su primera campaña en el escalafón superior, llega una interrupción forzada: "Fue el año 21. estaba como otros años pasando el invierno en Salamanca, cuando recibí un telegrama para que me presentara en el Cuartel de inmediato. Llegué a la mañana siguiente y por la tarde ya iba camino del frente, en Marruecos. Allí me enteré de la muerte de Manolo Granero, me lo contó Gregorio Corrochano, que había ido a escribir sus crónicas de guerra".
Para colmo, en el frente cogió unas fiebres tifoideas, que no consiguió curar del todo hasta 1924. Y alguna secuela debió quedar, porque luego tenía que irse midiéndose. "No podía pasar de las 60 tardes. Hubo temporadas que llegue a tener hasta 90 contratos firmados. Pero el estómago no me dejaba. En cuanto nos metíamos en aquellos viajes de entonces, no podía".
Entre sus recuerdos tenía muy presente lo ocurrido con una corrida en Bilbao en 1928. "Aquel año no nos ajustamos con la Comisión de Bilbao, porque yo pedía 10.000 pesetas y ellos me ofrecían 9.000. Toreando yo en Santander, se presentaron los de la Comisión: Martín Agüero había resultado herido y me ofrecían la sustitución. Le contesté de inmediato: yo voy, pero me tienen que dar ustedes once o doce mil pesetas. Y las dieron. Toreé aquella tarde con Chicuelo y con Gitanillo de Triana".
Pero lo de aquella tarde –que entre otras cosas se hizo famosa por los dos loros coloristas que llevaba bordados en la chaquetilla– no terminó ahí: "Manolo Chicuelo y yo éramos muy amigos. Pero aquella tarde nos peleamos. Chicuelo llevaba una temporada mala, pero como había tenido una tarde muy buena en Madrid, había conseguido muchos contratos. Toda la tarde le vi muy trabajador, haciendo quites, no dejando pasar una. Y en uno de mis toros tuve que llamarle la atención: Quieto, Manolito, que yo lo pongo en suerte; ya lo harás tú en el tuyo. Y me contestó: Yo soy mejor torero que tú. Le repliqué: Pues te voy a demostrar lo contrario. Después de aquel triunfo, que para mí siempre ha sido de los principales que conseguí, en el callejón le dije: Yo ya lo he demostrado, ahora te toca a ti. Total, que aquella discusión trascendió a los tendidos y al día siguiente había un ambiente tremendo en la plaza".
Quizás porque hablábamos de triunfos, pero de seguido recordaba en voz alta: "En aquellos años había que saber muy bien la profesión. El torero, desde que salía hasta que moría, tenía facultades. Eso de dejarle la muletita en el pintón contrario, eso no te lo dejaba hacer ningún toro. Y mire usted que estoy hablándole cuando Juan Belmonte mandaba en el toreo. Le confieso que siempre tuve claro que Joselito era un fuera de serie. Pero para mí el mejor era Belmonte, porque era la renovación, fue el Fleming de la Fiesta".
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