MADRID, 22 de mayo de 2012. Duodécima de feria. Lleno total. Toros de Alcurrucen, de bonita estampa y con presencia, encastados aunque casi todos mansearan, pero luego tomaban los engaños; especialmente bueno fue el 4º, pero también el 3º. Manuel Jesús “El Cid” (de grana y oro) silencio tras un aviso y algunas palmas tras aviso. Miguel A. Perera (de verde botella y oro), silencio y ovación. Iván Fandiño (de azul pastel y oro), ovación tras aviso y silencio. La corrida duró dos horas y media.
Eran muchos los que estaban deseando que llegara la corrida de Alcurrucen, confiados que nos quitaría del cuerpo ese muermo ganadero acumulado durante once tardes. Digámoslo pronto: no defraudaron. Evidente resulta que no fue una corrida como para descorchar el champan por cuenta de la casa, pero tuvo mucho interés porque tuvo casta, tuvo poder y tuvo movilidad. Está claro que la familia Lozano le ha cogido el tranquillo al duro oficio de criar ganado bravo. Como, además, en el ruedo había dos toreros dispuestos a dar guerra, con lo larga que resultó la corrida casi ni nos enteramos de cómo avanzaban las manillas del reloj. Estaba la cosa como para moverse del asiento, con Perera y Fandiño metidos entre los pitones
En el conjunto de los alcurrucenes, hubo un toro con especial interesante, que fue el 4º, un toro importante. Tenía un punto de clase el 3º. Metía muy bien la cara el 5º, pero luego salía muy suelto de las suertes. Bruscos y dando cabezadas los tres restantes. Pero buenos y malos tenían el denominador común, junto a su lucida carrocería, de unas embestidas briosas que ya de por sí añadían emotividad a lo que se les hiciera. Nada de boberías bobaliconas; el toro enrazado es otra cosa.
El mejor de la tarde, que puede ser uno de los toros de esta feria, dicho queda que fue el 4º. Con un punto de tristeza hay que reconocer la realidad: “El Cid” se lo dejó ir. Con un toro que mete la cara con fijeza, arrastrando los morros por el suelo, va siempre hacia delante casi empujando la muleta y aguanta hasta el final, no se puede uno dedicar al toreo superficial de pies juntos y brazo recortado. Era para despatarrarse y llevarlo con profundidad, como el propio torero de Salteras hizo en sus dos primera series. Luego, no se acierta a comprender por qué causa, cambio de criterio, se dedicó al mariposeo codillero y todo se desinfló como un suflé. Qué ocasión perdida para levantar vuelo, torero.
Más explicable resulta que “El Cid” no se centrara con el toro que abrió plaza, que tenía un punto de aspereza. Con todo, cuando el torero permitió que se viera, si al toro se le cogía muy adelante y se le traía toreado, la cosa funcionaba mucho mejor, e incluso bien. Claro está que todo eso exigía el esfuerzo de poderle realmente a su enemigo y someterlo.
Ya en el paseíllo se veía que Miguel A. Perera venía pidiendo guerra, como si dijera “a mí con el boicot”. En la que era su primera corrida en una plaza de primer orden, derechos de imagen por medio, el extremeño presentó la tarjeta de visita en cuanto tuvo ocasión de realizar un quite y de ahí en adelante marcó el diapasón de su tarde. Con su muy deslucido primero –cara por las nubes, embestidas con brusquedad y buscando siempre la salida–, se puso con verdad por los dos pitones, aunque luego las suertes tuvieran distintos resultados.
Es de suponer que se desesperaría un poco con el quinto, cuya lidia se había animado mucho con la competencia en quites que mantuvo con Fandiño. Resulta que el de Alcurrucen metía bien la cara y seguía los engaños con claridad, pero al final del muletazo costaba un mundo impedirle su huida, desluciendo por completo la reunión. Pese a todo tuvo momentos excelentes, aunque no pudieran ser continuos. Y cuando el toro se fue apagando, se dio un arrimón de los de verdad, en el que los pitones iban dibujando su figura, sin que se inmutara. Si la espada no se va hacia los bajos, habría cortado una oreja.
Volvía a Las Ventas Iván Fandiño, en esta ocasión sustituyendo al herido Castella. Y volvió como es el de Vizcaya, con su modo de entender este oficio. Con el razonablemente bueno tercero de la tarde, destacaron sus series de mano bajo con la derecha, citando de la forma más ortodoxa. Por el pitón izquierdo quedó claro que el alcurrucen era otra cosa. Las bernardinas finales acabaron siendo más que un recurso de adorno, para convertirse en un golpe épico al conjunto de su trasteo. La espada le cerró, quizás con una exigencia excesiva, el paso a mayores honores posteriores.
El sexto fue, con diferencia, el más deslucido del encierro. Con el peligro agazapado en sus embestidas, no resultaba fácil por ningún sitio. El de Vizcaya quiso repetir su concepción del toreo, pero se pusiera como se pusiera no era viable.
Otrosí:
0 comentarios