Los muchos años dedicado a este oficio de informar, entre otras cosas permiten mirar hacia el pasado, también hacia el futuro, con una cierta perspectiva, la que da el privilegio de haber podido conocer en directo algunas cosas, de esas a las que más difícilmente tienen posibilidad de acceder los aficionados de a pie. Y una de las conclusiones principales que se alcanza, ahora que hasta el propio oficio de escribir de toros se analiza desde la otra orilla, radica en el limitado papel que corresponde en la Fiesta a eso que de antiguo se llamaba el revistero.
Por más que se localicen antecedentes anteriores, la crónica taurina es algo que en realidad nace en la segunda mitad del siglo XIX, con la conformación de lo que puede considerarse el periodismo moderno y la industrialización de los sistemas de impresión. Cabe pensar, sin apartarse demasiado de la historia, que su momento cumbre lo adquiere cuando la prensa escrita se populariza, pero aún no han llegado los grandes medios de masas, la radio y, sobre todo, la televisión; esto es, más o menos, las cuatro décadas que separan la década de los 20 de la de los 60 años en el siglo pasado, aunque antes y después hubiera también nombres de mucho predicamento.
Sin remontarnos hasta Sánchez de Neyra, una verdadera autoridad, en el periodismo y la literatura taurina contemporánea se pueden encontrar testimonios y ejemplos de los que aprenderás bastante. Comenzando por los escritos de Abenamar –seudónimo de Santos López Pelegrín-, que está considerado el padre de la crónica taurina, y pasando luego por plumas tan ocurrentes como las de Don Indalecio, Don Modesto o Don Pío, Alejandro Pérez Lujín en la vida civil; el escribir maravilloso de Manuel Chaves Nogales, a quien corresponden las páginas más bellas que he leído; la opinión doctoral de Clarito, como firmaba Cesar Jalón; la prosapia de Mariano de Cavia, Sobaquillo, que dejó páginas de inexcusable referencia, en especial en “El Liberal”; la maestría reconocida a Gregorio Corrochano, el único testigo de la tragedia de Talavera; la apasionada opinión de K’Hito, tan ligado al manoletismo; la vigencia de tantos postulados de Curro Meloja, uno de los primeros que fue consciente del valor y la fuerza de las ondas radiofónicas… No trato de enumerar a todos, tan sólo ejemplifico de memoria algunos nombres, gracias a los cuales, entre otros, pudimos acercarnos bastante al pasado taurino que no alcancé a vivir.
Precisamente ahí radica uno de los sentidos finalistas de la crítica: dejar fielmente constancia histórica para las generaciones que vienen por detrás. Cuando se ha perdido este propósito, que épocas hubo en la que abundaron rumbos desnortados, la crónica taurina también se devaluó, como ocurre siempre con aquello que resulta ser puramente ocasional.
En un intento que quiso ser académico, tuve ocasión de contrastar este objetivo, cuando traté de comprobar en las hemerotecas si era posible reconstruir la historia de la Fiesta teniendo como única herramienta documental la crónica taurina. Y resultó que sí, aunque también se puso de manifiesto que algunos nombres, incluso populares en su época en esto de escribir de toros, aportaban muy poco a efectos de la historia, en tanto otros, quizás de menos nombradía, resultaban muy básicos.
Influenciado a lo mejor por esta experiencia, he solido seguir este patrón a la hora de valorar el papel que a cada cronista correspondió, y debe corresponder hoy en día, en el mundo taurino. Y así, en sus grandes líneas, he llegado a la conclusión de que aquellos con los que cabe reconstruir la historia, luego resulta que han sido y son por lo general más ecuánimes y ajustados a la realidad taurina de cada momento. En todos los casos comprobados, tal regla no ha fallado.
En este sentido, dejando al margen a los que hoy ejercen el oficio y con el reconocimiento que tengo para con todos los que honradamente ejercen o ejercieron este oficio, debo confesar que me interesaron de manera especial, entre los contemporáneos, los escritos de Antonio Díaz Cañabate, detrás cuyo costumbrismo se escondía un gran aficionado; leído desde nuestros criterios de hoy, ganan en fuerza y en interés sus crónicas. Me interesó y mucho Vicente Zabala Portolés, tanto en su época en aquellos diarios “El Alcazar” y “Nuevo Diario”, sacrificados por los políticos, como luego en las páginas de “ABC”. Y me baso sobre todo en ese criterio que antes explicaba, como se puede comprobar si se repasan sus escritos antiguos, sobre todo aquellos del “Blanco y Negro” y de “Los Domingos de ABC” .
Entre los modernos, también necesitaba leer a Joaquín Vidal, tan poco comprendido por muchos taurinos, pero que acreditó dos cosas: que sabía escribir primorosamente y que su afición en ningún momento decayó. Pero igualmente leía con mucho interés a Julio de Urrutia, en las páginas del cerrado diario “Madrid”. Y sin ser profesional de este oficio, seguía hasta con veneración los escritos de don Luis Bollaín. Pero también hay otros, incluso desconocidos para el gran público, porque escriben en periódicos locales, el más emblemático de los cuales era para mí "Tabaco y Oro", nombre trás el que estaba el escritor y poeta Javier de Bengoechea.
Pero si se trata de localizar las enseñanzas que, dentro de un contexto más amplio, se obtienen de la lectura de la crítica, no creo que me desvíe demasiado de aquellas conclusiones a las que en su día llegué en la Universidad. Y así, se comprueba que la permanencia de las opiniones de la crítica depende en gran medida de la ecuanimidad con la que se escribieron; será, quizás, porque quienes se instalan en el griterío de las voces altisonantes, que pueden ser significativas en lo inmediato y hasta rentables, les resulta luego más difícil pensar lo suficiente como para dotar a sus escritos de los valores estables.
Esa ecuanimidad que destaco se fundamenta en la práctica no sólo en la racionalidad del juicio, sino también en la capacidad para contextualizar en el presente aquello que desde el ruedo debe saltar a los Anales del futuro. Estoy seguro que el mero constatar que tal o cuál torero cortara dos orejas ni se sabe que tarde, resulta irrelevante, si luego no se matiza por qué aquella ocasión tuvo singularidad especial, cuáles fueron las circunstancias diferenciadoras de esa faena con respecto a otras y demás elementos que caracterizan a una obra que quiere ser de arte. La experiencia me dice que no es fácil, pero en el acierto con el que se mida esta vocación de permanencia radica en buena medida la solidez de los escritos.
Estos requerimientos de ecuanimidad y permanencia en modo alguno se debieran entender como excluyentes de un sentimiento de pasión por la Fiesta. El crítico, como cualquier aficionado, tiene derecho diría que hasta a la exaltación, cuando en el ruedo se ha cincelado una obra grande. Lo que le está vedado es la venalidad en sus juicios y opiniones.
Aunque en algunos momentos no se haya dado en la medida deseable, el tercer elemento que debiera definir a la crónica de toros radica, en mi criterio, en la propia calidad de su literatura. Allá por 1915, escribió don Miguel de Unamuno un artículo taurino, en el que después de otro tipo de consideraciones no precisamente benévolas, venía a concluir que lo malo –-se presupone que para la sociedad de su época– no era que se hablara y escribiera tanto de toros en España, sino que tanto lo uno como lo otro se hiciera “mal, ramplonamente y sin ingenio alguno”. Pues bien, la realidad nos dice que frente a los junta-palabras que denuncia Unamuno, la realidad es que en España hemos tenido y tenemos grandes cronistas que se han caracterizado siempre por ser, ante todo, unos magníficos escritores. Incluso en épocas de especiales apasionamientos partidarios, la calidad de la pluma ha hecho que, más allá del compartir o no los encendidos comentarios, su lectura resultara obligada para quien aspirase a tener una opinión informada.
No debiera extrañar que eche por delante todas estas cuestiones, que entiendo como las más principales, dejando en segundo plano esa otra problemática de la probidad de la crítica, pese a que hubo épocas que fue cuestión extremadamente polémica. Debo reconocer que no me importó nunca demasiado, precisamente por que soy de los convencidos de que la Historia, cuando se escribe con mayúscula, pone a cada cual en su sitio, así como hace el toro con toda la nómina del escalafón.
Es cierto que muchas épocas esto del revisterismo taurino ha ido unido a un punto de corrupción, que no ha sido precisamente una anécdota. Pero no ejerzo de corporativismo profesional si añado que en esos casos los menos culpables han sido por lo general los cronistas. Hubo una época muy caracterizada de la Fiesta en la que los editores de la prensa hasta subastaban sus páginas entre aquellos que querían ejercer la crónica taurina en sus diarios. Esa sí que era la corrupción primera, la que era principio y origen de todas las corruptelas posteriores. El pobre diablo que caía en esa trampa, desde luego que tenía su responsabilidad y no le exculpo; pero mucho mayor y trascendente me parece la que adquiere el editor, y su director correspondiente, desde luego, cuando eran los primeros en incumplir, y en hacer incumplir, la verdadera regla de oro en la ética del oficio: separar de modo radical la publicidad de pago de aquello que son los contenidos informativos, para que en las páginas del periódico nada resultara engañoso al lector.
Curiosamente, cuando aquella oleada remitió en intensidad y extensión, el taurinismo andante descubrió, tengo para mí que como antídoto a la que se le venía encima, un concepto nuevo: la crónica constructiva, paradójica expresión que en realidad significa prácticamente lo contrario de lo que a simple vista parece contener. En el discurso oficial, la crónica constructiva era aquella que, aún recogiendo los pasajes negativos que se dieran en la corrida, se orientaba sobre todo a resaltar los elementos positivos, en búsqueda del beneficio teórico de crear afición.
Con firmeza aseguro que ese pretendido objetivo era y es falaz, incluso cuando, rara avis, se construye desde un cierto principio de sinceridad. Pero es falaz no como algo privativo del taurino; lo es porque la experiencia dice que, para quien se ve reflejado en las páginas de un diario, sea político, empresario, torero o cupletista, todo elogio es pequeño y toda crítica un exceso. Diría que es algo que corresponde a la condición humana. Por eso, la crónica y la crítica lo deben ser a secas, sin más calificaciones que las acoten.
La realidad, sin embargo, derivó de forma bien diferente. Incluso en aquellos casos de críticos nada constructivos, en la apreciación de los taurinos, su trabajo resultó en muchos aspectos regenerador, sin que con ello quiera olvidar que se cometieron excesos y hasta errores. Pero, por ejemplo, la vuelta al cuatreño, y a ser posible íntegro, no se hubiera producido, o no lo habría hecho con la rapidez con que ocurrió, sin la labor constante de algunos de estos críticos. Negar esto y negar la evidencia es todo lo mismo.
Como en contrapartida, debe reconocerse que los efectos de esta crítica constructivamente incorrecta han sido, y siguen siendo, muy limitados. Basta remitirse a los hechos, que son incontestables. Nunca en la historia un torero tuvo una crítica tan amplia y tan adversa como Manuel Benítez y, sin embargo, mandó en el toreo todo el tiempo que quiso. Si esta argumentación se adorna con algunos suplementarios comentarios, podrá reconstruirse la hipótesis de cuales son los poderes reales de los críticos.
Pero es que, si se piensa un poco, el cronista no está llamado a ser, no debe estarlo, el mandamás de esto; su papel, nada pequeño, se corresponde con el de ser notario mayor de la Fiesta. Y al notario se le exige que certifique la verdad, no que se convierta en uno de los poderes constituidos de aquello que certifica. Por eso, lo de constructivo y destructivo me parece más que nada un artilugio de distracción, en ocasiones incluso ocurrente y hasta socarrón. Cuando se escribe desde la verdad y desde la honradez, estas cantinelas sobran, aunque las opiniones sean luego discutibles.
Pero si estas líneas aportan alguna luz, que a lo mejor no es necesario, sobre el tema, dejo finalmente aquí constancia del consejo que un día recibí de un viejo Director, que triunfó en su oficio, cuando recomendaba que al escribir de toros, pero en general también en cualquier género de crítica periodística, al lector no se le puede enfrentar con el negro panorama de una concatenación de juicios negativos, por más que resulten ajustados a la propia realidad; se hace necesario abrirle también la puerta a una esperanza, que aunque sea pequeña siempre será esperanza.
0 comentarios